El duodécimo álbum de Taylor Swift, The Life of a Showgirl, se presentó como una mirada tras el telón de la gira más lucrativa de la historia; una confesión íntima sobre la mujer que se desmaquilla al final del espectáculo. Pero el resultado ha sido menos revelador que el eslogan. En lugar del retrato descarnado que prometía, muchos oyentes han encontrado una producción tan impecable como un contenido sorprendentemente trivial. En la primera semana después de su lanzamiento, el disco ha roto récords de ventas y de escuchas –cinco millones de preguardados en Spotify, colas por las ediciones de vinilo, un estreno cinematográfico que encabezó la taquilla mundial–, pero también ha abierto un frente inédito: el del tedio.
Durante casi veinte años, Swift ha sido capaz de traducir su biografía en un relato colectivo, generacional, donde cada ruptura o metamorfosis parecía también la de sus fans. Esa capacidad de mutar sin desaparecer –de la adolescente country a la reina del pop, de la cantautora del confinamiento a la empresaria global– le ha otorgado una inmunidad mediática que pocos artistas conservan en la madurez. Sin embargo, The Life of a Showgirl marca una grieta en esa continuidad: el momento en que el personaje empieza a pesar más que la música.
The Life of a Showgirl, ¿un déjà vu?
Entre las críticas, la palabra más repetida no ha sido "malo", sino "plano". Pitchfork, biblia del pop, ha calificado el disco de "un poco empalagoso"; Esquire habla de "metáforas sobrecargadas y una letra forzada sobre el tamaño de su prometido", y The Guardian lo ha descrito como "regresivo", un intento de recuperar el brillo pop de Lover sin la chispa que lo sostuvo. Ni los productores de siempre, Max Martin y Shellback, ni el envoltorio lujoso han conseguido tapar la sensación de déjà vu: Swift parece recrear a Swift.
El título prometía un relato tras bastidores, la soledad de la artista que vuelve al camerino, pero lo que asoma es una versión cuidadosamente maquillada de esa intimidad. Donde antes había desgarro, ahora hay cálculo. La canción Wi$h Li$t, por ejemplo, enumera un futuro de niños, barbacoa y privacidad suburbana; Wood intenta ser juguetona y termina en caricatura; y The Fate of Ophelia, la más sólida del conjunto, apenas sugiere un eco de aquella narradora que en All Too Well convertía un recuerdo en tragedia cinematográfica. Por no hablar de su fallida arremetida contra Charli XCX, que los más piadosos han calificado de patética.
División entre los 'swifties'
El debate no se ha limitado a la crítica profesional. En redes y foros de fans, las swifties discuten entre la decepción y la defensa cerrada. Algunas sostienen que la artista "por fin se permite ser normal"; otras confiesan que "han amado todos sus discos menos este". El argumento de una marca desbordada, una artista que ya no puede sorprender porque todo lo que hace se convierte en acontecimiento, se repite entre los propios fieles. "Podría cantar el abecedario y vender millones", decía una usuaria en Instagram, entre la admiración y la decepción.
El fenómeno es paradójico: Swift sigue batiendo récords mientras crece la sensación de que el brillo se ha vuelto rutina. Su romance y compromiso con Travis Kelce, la estética doméstica de los vídeos, el American dream con aro de baloncesto en el jardín y perro en la entrada de casa, todo contribuye a un imaginario que huele a descanso, a una cierta retirada simbólica. Si el pop vive de la tensión entre la distancia y el deseo, Taylor parece ahora más próxima y más lejana a la vez: ha conseguido la vida que cantaba, y quizá por eso cuesta creer en la ficción de sus canciones.
Un empacho del fenómeno Swift
No faltan teorías sobre el porqué. Algunos analistas creen que Swift ha perdido el instinto de riesgo que la llevó a Folklore y Evermore, cuando el encierro la obligó a mirar hacia dentro. Otros piensan que el público está experimentando el inevitable empacho de un fenómeno total: una gira planetaria, un documental, un compromiso, una boda en ciernes y un nuevo disco en apenas dieciocho meses. Showgirl no sería tanto un fracaso como un síntoma: el signo de una artista que se ha vuelto omnipresente y, por ello, previsible.
El cansancio no es un delito, pero sí una advertencia. La propia Swift ha vivido de anticiparse a sus enemigos, de reinventar el agravio en relato. Esta vez, sin embargo, el enemigo no parece exterior. No hay traición de un productor ni sabotaje de una discográfica, sino una forma de saturación: el peso de haberlo contado ya todo. En un entorno donde Olivia Rodrigo o Sabrina Carpenter representan la juventud que viene –más ligera, más irónica, menos programática–, The Life of a Showgirl suena como el eco de una era que se resiste a acabar.
Y, sin embargo, nadie se baja todavía del tren. Las cifras siguen creciendo, las entradas de los conciertos se agotan, los titulares se multiplican. Quizá el auténtico arte de Swift no sea escribir canciones, sino mantener en vilo el relato de su propia permanencia. Showgirl puede no ser su mejor disco, pero sí el primero que revela una fatiga colectiva: la del público que empieza a añorar la sorpresa y la de una artista que se asoma al espejo y se ve convertida en su propio espectáculo.
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