Tras haberse estrenado el año pasado en la Fundación Juan March de Madrid y en el Palau de les Arts Reina Sofía de Valencia (las dos instituciones encargadas de su producción), el Teatro de la Zarzuela recuperó felizmente la pasada semana La Argentina en París, un espectáculo concebido por la compañía de Antonio Najarro (ex director del Ballet Nacional de España) para rendir homenaje a Antonia Mercé, la Argentina, principal referente de la danza española en el primer tercio del siglo pasado. La relevancia que en los años 20 y 30 llegó a alcanzar su compañía parisina, Les Ballets Espagnols, fundada y dirigida por ella misma, convirtieron a Mercé en un auténtico fenómeno cultural de dimensiones internacionales y en una fuente de inspiración para varias generaciones de bailarines flamencos y clásicos, y de estudiosos del folclore y los bailes tradicionales de España. También, en un ejemplo poco conocido de vanguardia artística en la que se conjugaban las creaciones musicales de los compositores más relevantes del momento como Falla, Albéniz, Granados o Turina, con los vestuarios y decorados de inspiración picassiana o surrealista y la puesta en escena de libretos que ampliaban los horizontes de los jóvenes poetas y novelistas.

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Porque los números de la Argentina distaban mucho de la abstracción recurrente en la que puede caer todo baile o en la mera repetición de formas y ritmos que han soportado el paso del tiempo. Si por algo se distinguían sus ballets era por tener una dramaturgia propia que los acercaba al teatro musical, piezas dramáticas sostenidas por coreografías guionizadas, en las que jugaba con las distintas manifestaciones de la danza española, puestas al servicio de un argumento literario donde los trajes, la ambientación e incluso la interpretación le conferían una unidad artística original, en la que lo superfluo dejaba paso a lo puramente esencial.    

Para esta ocasión, Najarro ha versionado dos ballets que la Argentina estrenó en junio de 1928 en el Teatro Fémina de París, El contrabandista, del compositor Óscar Esplá, sobre un argumento de Cipriano Rivas Cherif (en el que se dan cita en un cortijo andaluz el perseguido bandolero el Tempranillo y Eugenia de Montijo), y Sonatina, con música de Ernesto Halffter e inspirado en el conocido poema del mismo nombre (La princesa está triste… ¿Qué tendrá la princesa?…) de Rubén Darío. El acierto de Najarro se debe principalmente al absoluto respeto que ha tenido su compañía tanto por las partituras originales, que interpreta con piano (Coni Lechner), guitarra (José Luis Montón) y violonchelo (Sergio Menem), por los bailes (ocho bailarines que defienden los cuatro estilos de la danza española: la escuela bolera, el flamenco y las danzas tradicionales y estilizadas), por el vestuario (Yaiza Pinillos se mantiene fiel a los diseños originales de Bartolozzi), los decorados (unas impactantes proyecciones basadas en los materiales gráficos de Mariano Andreu) y la puesta en escena de unos ballets concebidos y estrenados hace casi 100 años y que siguen conservando toda su actualidad y su belleza. En las cuatro noches en las que la Zarzuela se quedó sin butacas vacías, el público pudo disfrutar de un espectáculo que a los españoles de entonces sólo les llegó en forma de eco, ya que las grandes figuras del baile flamenco y clásico se habían exiliado a la capital francesa para poder vivir de su arte, algo imposible ni siquiera en Madrid o Barcelona.    

Montmartre, sede de la "flamenquería española"

Porque hubo un tiempo en el que para ver espectáculos de buen baile español había que ir hasta Montmartre. No en vano, al legendario barrio parisino, en cuyos cafés podía uno codearse con intelectuales, escritores y artistas llegados de todo el mundo, se le conocía también como la “sede de la flamenquería”, según explicaba Chaves Nogales en uno de sus reportajes para la revista Estampa. Además de las soirées particulares, donde los artistas españoles eran muy solicitados, había cuatro o cinco locales en los que, junto a los bailes clásicos de los discípulos de Diaghilev, los pasos litúrgicos de los japoneses o las danzas nórdicas de la Balanchova, se ofrecían números de boleros, farrucas, garrotines, mazurcas, fandangos, zarabandas, ritmos gitanos… o de baile flamenco clásico, pero depurado, estilizado y pasado estéticamente por la vanguardia.

A una de aquellas salas, el Cabaret Sevilla, llegó Chaves Nogales en la primavera de 1930 con la intención de conversar con algunos de esos españoles que tuvieron que emigrar por necesidad. Y entabló rápida amistad con uno de ellos, al que dedicaría en Estampa un “emocionante folletín” por entregas que meses después convertiría en libro con el título de El maestro Juan Martínez que estaba allí, donde se recogían “las dramáticas andanzas del bailarín español Juan Martínez y su mujer, desde 1916 hasta 1924, por la Rusia de Nicolás II, de Kerenski y, finalmente, de Lenin”. Porque desde París, donde algunos tenían academia propia, muchos de estos artistas eran reclamados en todo el mundo y solían hacer giras que duraban años. Además de Juan Martínez, el periodista sevillano conoció entonces al virtuoso Vicente Escudero, el “diablo del ritmo”, como se le conocía, a la Joselito, la mejor bailaora de farrucas, a Teresita, al tocaor Montoya y, sobre todo, a doña Antonia Mercé, la Argentina, una auténtica estrella con un estilo inconfundible y muy particular por la que el público francés sentía una especial devoción.

La crítica la definió como “la Pavlova española” y Manuel Azaña la condecoró en 1932 con el Lazo de Isabel la Católica

También el español. Ese mismo año de 1930, durante una de sus giras, la Argentina había coincidido en Nueva York con Federico García Lorca, que le dedicó un emotivo Elogio, en el que señalaba “el arte personalísimo de la Argentina, creadora, inventora, indígena y universal (…) Todas las danzas clásicas de esta genial artista son su palabra única, al mismo tiempo que la palabra de su país, de mi país”. No obstante, como recordaba el periodista y crítico teatral Arturo Mori en El Liberal en 1928, Antonia Mercé, “la bailarina de España, sobria y castiza”, al igual que Zuloaga, Picasso o Falla no eran ya sólo personalidades nacionales, sino que pertenecían a la cultura universal. Por eso, no es extraño que entre sus admiradores primeros estuviesen escritores como los hermanos Álvarez Quintero, los Machado, Jacinto Benavente o Valle-Inclán, que solía ir a verla en los inaugurales años del siglo XX al frontón Central Kurssal de la plaza del Carmen de Madrid, donde compartía cartel con Mata Hari, Pastora Imperio, Raquel Meller o La Fornarina. O en Barcelona, Ramón Casas y Santiago Rusiñol, ya que en el Teatro Romea habían instaurado con carácter semanal un espectáculo propio para ella llamado Los jueves de la Argentina. Años después, tras sus éxitos internacionales (la crítica la definió como “la Pavlova española”) e instaurada la Segunda República, Manuel Azaña la condecoró en 1932 con el Lazo de Isabel la Católica, siguiendo el ejemplo de la república vecina que dos años antes le había otorgado la Legión de Honor. Entonces, no era extraño que intelectuales como Corpus Barga o Juan Gil-Albert o plumas como la de Julio Camba le dedicaran atención e interés en sus artículos periodísticos.  

Argentina por accidente

Hija de una pareja de bailarines del Teatro Real, Antonia había nacido “por accidente”, como decía ella, en Buenos Aires en 1890, durante una gira de su padres, pero creció en el corazón de Lavapiés, en la calle del Olmo, donde aún unas baldosas ilustradas recuerdan el lugar en el que estuvo su casa y la academia que la nueva pareja de su madre dirigía en el popular barrio madrileño. Su pasión por el baile se manifestó muy pronto, en 1903 actuó en el Apolo (el templo del teatro musical y del género chico de entonces) y dos años después en Oviedo, lo que no le impidió acudir a sus clases en el conservatorio. Y aunque no pudo acabar sus estudios, ese espíritu académico le acompañaría siempre y la convertiría en una incansable estudiosa de la tradición musical española, rescatando bailes, danzas y canciones a lo largo de toda la geografía nacional. A ella se debe la reinvención de las castañuelas no sólo como un ineludible acompañamiento, sino como un instrumento con entidad propia y autónoma, capaz de desarrollar auténticas variaciones sinfónicas.

La muerte le llegó pronto a Mercé, en su casa de Bayona, en la frontera francesa con España, de un infarto al corazón, el mismo día en el que comenzaba la Guerra Civil, el 18 de julio de 1936. Pocas semanas antes, había actuado junto a Vicente Escribano en la Ópera de París, interpretando una de sus composiciones favoritas, El amor brujo, de Falla, con quien mantuvo una cercana amistad y una fecunda complicidad artística. Gracias a este espectáculo de Antonio Najarro y a la Fundación Juan March, que ha digitalizado y puesto a disposición del público un archivo con decenas de fotografías, artículos de prensa, entrevistas, diseños de vestuario y de decorados, su figura empieza a ser rescatada del olvido para el público español, que también podrá conocer más sobre ella en la película La Argentina. Lejos de las palabras, una cinta de Patricia Medina, producida también por la Juan March y estrenada en el pasado Festival de Málaga, que podrá verse en diciembre y enero próximos en la sede madrileña de la Fundación. “El baile es la esencia más íntima de mi ser”, confesaba en una entrevista. “Para mí todo comienza en la danza y termina en ella. Las más bellas cualidades surgen espontánea y francamente en un cuerpo que baila: el espíritu se aclara, las cortesías mezquinas desaparecen para dejar sitio al impulso del ser que tiende hacia una perfección ideal”.

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