La infancia de la monarquía española, con sus rutinas, pedagogías y extravagancias materiales, ha entrado hoy en el gigantesco contenedor de la Galería de las Colecciones Reales, reservado habitualmente para el mundo material y simbólico de los adultos coronados. Juguetes Reales es el título de la exposición que reúne una selección de triciclos, muñecas, juegos de mesa, aparatos ópticos y miniaturas que pertenecieron a los hijos de Alfonso XIII y Victoria Eugenia entre mediados del siglo XIX y el primer tercio del XX. Son, en muchos casos, los mismos juguetes que quedaron en palacio cuando la familia real partió al exilio tras la proclamación de la II República.

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La muestra, inaugurada este martes y abierta hasta principios de abril, presenta 67 piezas de una colección mucho más amplia –casi 400 objetos conservados por Patrimonio Nacional– que rara vez ha sido expuesta al público. La decisión de convertir aquellos restos de infancia en patrimonio museable no fue inmediata: tras la marcha del rey en 1931, el Consejo de Administración de Patrimonio de la República catalogó y almacenó los juguetes que consideró de valor histórico, mientras que otros muchos fueron repartidos en 1933 entre niños madrileños desde la Armería del Palacio Real, con apoyo del Ayuntamiento.

Registro de una familia y una época

Lo que hoy se exhibe es, por tanto, un doble sedimento: el de una educación aristocrática pensada para formar cuerpos, gustos y habilidades, y el de un país que, de forma abrupta, cambió de régimen y resignificó aquellos objetos. El recorrido está organizado por ámbitos temáticos que permiten leer esa infancia como un programa. Hay un apartado dedicado a los juegos al aire libre y al deporte, impulsados por la reina Victoria Eugenia como parte de una crianza moderna: patines, triciclos y el célebre birlochito, un cochecito de caballos en miniatura que podía ser tirado por ponis, carneros o incluso perros.

Otro bloque se centra en los juguetes educativos, donde el ocio y la instrucción se confunden. Destaca una caja didáctica con fichas de marfil para aprender a leer y escribir, o un juego de cartas pensado para reconocer grandes obras de arte, entre ellas retratos de los reyes pintados por Goya y Velázquez. Aprender a leer el mundo –y a reconocerse en él– empezaba pronto.

Una pedagogía del gusto y del lujo

No falta, sin embargo, el juego entendido como puro entretenimiento. La exposición incluye una tómbola, maquetas de aviones, un Mahjong –el mismo solitario que, en versión digital, sigue acumulando millones de partidas– fabricado en piezas de marfil, además de casitas de muñecas y juegos de té de tamaño infantil realizados en plata. Son objetos que hablan de escala, de lujo y de una cierta pedagogía del gusto.

Un apartado especialmente revelador es el dedicado a los avances técnicos convertidos en juguete. Allí aparecen una linterna mágica para proyectar imágenes, un estereoscopio que permitía ver fotografías en tres dimensiones y un cinematógrafo que fue uno de los entretenimientos preferidos del entonces príncipe de Asturias, Alfonso de Borbón. En una carta dirigida a su madre, el niño detalla el precio de las películas –25 pesetas las nuevas, 50 o 75 las “impresionadas”– y concluye con una petición tan directa como desarmante: “Yo no tengo dinero para comprar películas por eso te pido muchas”. Firma con un “tu hijo que te abraza, Alfonso”. Como se sabe, la colección de Alfonso derivaría hacia lo sicalíptico cuando se hizo mayor.

La exposición se ha instalado junto a la gran muestra dedicada a la reina Victoria Eugenia inaugurada hace unas semanas, y dialoga con ella desde un registro casi doméstico. Juguetes Reales es la primera de una serie de exposiciones monográficas destinadas a sacar a la luz colecciones menos conocidas y, en este caso, marcadas por su carácter efímero y su uso cotidiano .

Vista en conjunto, la muestra no idealiza aquella infancia, pero tampoco la trivializa. Los juguetes funcionan como restos materiales de un mundo que se daba por estable y que, de pronto, dejó de serlo. Entre el birlochito y la tómbola, entre el cinematógrafo y la caja de fichas de marfil, se dibuja una escena detenida: la de una familia que se fue y unos objetos que, sin saberlo, empezaron otra vida.