Hay alfombras rojas, y luego está la de Cannes. En ella, la prensa viste de gala y los flashes son una ceremonia cruel. El 17 de mayo del año 2000, Catherine Deneuve y Björk subieron de la mano la escalinata del Palacio de Festivales. La mítica actriz francesa llevaba un impresionante vestido negro de alta costura de Yves Saint Laurent, de organza y tul bordado con azabache (se subastaría en Christie's casi 20 años después por poco más de 6.000 euros). Björk, un traje rosa plisado que parecía un farolillo de papel firmado por Marjan Pejoski. Presentaban Bailar en la oscuridad, un musical roto, triste, de plano granulado y corazón sangrante, rodado con más de 100 cámaras digitales portátiles en uno de los habituales experimentos técnicos de su director, el danés Lars von Trier.
La noche del estreno, la cantante islandesa parecía una niña traviesa que quisiera escapar a cada momento, desasiéndose de la mano de su madre Deneuve. Horas antes, había decidido no asistir a la rueda de prensa. Las tensiones con Von Trier eran ya un secreto a voces. En la proyección de gala, la ovación fue larga. Pocos días después, ambos serían consagrados por su trabajo en aquella película genial: ella con el premio a la mejor actriz; él, con la Palma de Oro. La película marcó aquel año y la interpretación de Björk emocionó a espectadores de todo el mundo por su autenticidad. Pero la historia de su tormentosa producción adquirió proporciones míticas. He aquí la historia.
Una explosión, un videoclip, una idea
Von Trier odiaba los musicales. "Todo en ellos es mentira", solía decir. Pero un día se topó con It’s Oh So Quiet, el videoclip que Spike Jonze dirigió para Björk. Esa combinación de candidez, histeria y vodevil le recordó al cine de Jacques Demy. Quiso cerrar su trilogía de los corazones de oro sobre mujeres mártires –después de Rompiendo las olas y Los idiotas– con un musical proletario. Aquello se mezcló con el recuerdo de otro episodio, la salvaje agresión de Björk a una reportera en el aeropuerto de Bangkok, un estallido instintivo y feroz que había dado la vuelta al mundo. "Cuando alguien normalmente pacífico explota, lo hace de una forma distinta", diría ella después. Von Trier decidió que esa mujer sería Selma.
Se puso en contacto con ella y le propuso escribir las canciones de la película. Ella aceptó y compuso lo que sería Selmasongs. Entonces llegó la segunda propuesta: interpretar a esa inmigrante checa con una enfermedad degenerativa que la está dejando ciega y que trabaja en una fábrica norteamericana para pagar una operación vital para su hijo. "Me sentí engañada", confesó después. Pero decidió aceptar. "Era una locura, pero no podía decir que no. Lo sentía en el cuerpo".
Un rodaje invivible
El rodaje en Suecia durante el verano de 1999 fue uno de los más tensos que se han vivido en el cine europeo de las últimas décadas. Von Trier impuso un sistema con más de cien cámaras portátiles rodando simultáneamente para captar la acción sin cortes. No había repeticiones. No había distancia. El equipo invadía el espacio físico del elenco todo el tiempo, y Björk lo sufrió como nadie. No era actriz profesional y no quería actuar, pero en pantalla lo dio todo. "Me sentía como un animal en un matadero", confesaría luego. Cada escena le suponía una herida.
La filmación fue un campo de minas. Desde el inicio, hubo fricciones. Para Von Trier, Selma era una niña; para Björk, una mujer. "Cada vez que nuestras miradas se cruzaban, escupía en el suelo", recordaba el director. Durante semanas, la actriz acumuló agotamiento físico y emocional: jornadas de doce horas, canciones editadas sin su permiso, crisis nerviosas diarias. Un día, corrió campo a través y empezó a comerse su jersey de lana a mordiscos. Era su forma de protestar por el vestuario.
Un día se marchó del set sin avisar. Estuvo cuatro días desaparecida. Al regresar, trajo consigo un manifiesto donde exigía supervisar el montaje final de la música. "No voy a volver al plató si no lo firmáis", dijo. Lo firmaron.
Von Trier reconoció que trabajar con ella fue "como convivir con una bomba de relojería". Pero también admitió: "Nunca vi a nadie actuar así. No actuaba. Estaba ahí".
Catherine Deneuve, la mediadora
Deneuve, que encarnaba a su mejor amiga en la ficción, se convirtió también en su protectora detrás de las cámaras. Pasaron juntas la Nochevieja en Reikiavik. Hablaban poco, pero se entendían. "Ella sufría, pero no por capricho. Se vació", diría Deneuve años después. Intercedió entre Björk y el equipo, pero sin mucho éxito. "Nunca había visto algo igual en un set", declararía la actriz francesa, acostumbrada a regímenes singulares como los que le impusieron gigantes del celuloide como Buñuel. "Pero lo que rodó es de una verdad conmovedora".
Cuando Bailar en la oscuridad llegó a Cannes, la prensa ya olía sangre. La ausencia de Björk en la rueda de prensa avivó los rumores. Pero cuando la película se proyectó, el desconcierto fue total: lágrimas, abucheos, aplausos. The Guardian habló de "una sala dividida en adoradores y detractores furiosos". Ella no dijo palabra. A los pocos días, recogió el premio a la mejor actriz con una sonrisa tímida. Von Trier se llevó la Palma de Oro. Y se despidieron sin hablarse.
Y Björk puso un huevo
La película fue nominada a mejor canción en los Oscar, pero Björk eclipsó todo con su vestido de cisne diseñado de nuvo por Marjan Pejoski. Simuló poner un huevo en la alfombra roja. Fue ridiculizada, pero también elevada a ícono. Se despidió del cine con un gesto performativo. "No quiero actuar más. Fue una experiencia que me dejó rota".
En 2017, Björk escribió un mensaje en Facebook donde denunciaba el acoso sexual de un director danés. No escribió su nombre, pero relató que él la tocaba sin permiso, la insultaba frente al equipo y amenazaba con subir a su habitación por el balcón. Von Trier negó los hechos. Su productor lo defendió: "Las víctimas fuimos nosotros". Ella escribió una segunda publicación: "Me costó años recuperarme. Él necesita a las mujeres para dar alma a sus películas. Por eso las envidia. Y las destruye".
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