A finales de julio del año 58 a.C., dos pueblos enfrentados se preparaban para decidir, en las colinas cercanas a la ciudad de Bibracte (en la actual región francesa de Borgoña), el destino de la Galia. El sol caía inmisericorde sobre la llanura, haciendo brillar el bronce de los cascos y el hierro de las espadas como si el cielo mismo ardiera en llamas. Los gritos en lenguas bárbaras retumbaban como tambores, mientras las líneas romanas, rígidas, aguardaban con la paciencia helada de quienes saben que la disciplina es más letal que la furia. Por un lado, los helvecios, en busca de un nuevo hogar; por el otro, las legiones romanas de Julio César, en busca de gloria.

Para muchos, este fue el primer capítulo de la conocida como Guerra de las Galias, un conflicto militar librado por Julio César con un propósito: someter a la Galia, un extenso territorio que llegaba desde el Mediterráneo hasta el canal de la Mancha. Pero todo comenzó ahí, en Bibracte. Fue una batalla difícil: duró casi un día entero, los aliados galos fallaron a César y el enemigo les sobrepasaba en número. Sin embargo, al anochecer, un estandarte ondeaba sobre la colina central: el aquila romano.

Una emigración obligada

El sur de la Galia había estado bajo dominio romano por siete décadas cuando Julio César se convirtió en procónsul. La ambición de este no era sino infinita: debía ser el más grande y, por ende, aquel que pasara a la historia por lograr expandir las fronteras del Imperio Romano. Así, cuando se enteró de que los helvecios, una tribu celta de la actual Suiza, habían decidido emigrar hacia el oeste en búsqueda de tierras más fértiles, César vio una oportunidad de ataque.

Los helvecios se habían visto presionados por los pueblos germánicos, ubicados más allá del Rin y el Danubio, a emigrar a nuevas tierras. Precisamente, Julio César lograría vengarles dos años después, construyendo un puente sobre el río Rin en tiempo récord, permitiéndole dar caza a las huidizas tribus germánicas. Todo esto fue redactado por el propio procónsul romano en su obra Comentarios sobre la Guerra de las Galias, en la que describe las batallas que tuvieron lugar durante los ocho años que duró el conflicto.

Pero años antes tuvo que someterles en Bibracte. Concentró sus legiones y auxiliares, decidido a no dejar escapar a su presa. Bloqueó el camino a los helvecios en el Ródano y, cuando estos encontraron una ruta más al norte, César los siguió con hambre canina. Así, cansados de huir, y conscientes de su superioridad numérica, los helvecios dieron media vuelta, dispuestos a hacer temblar a las invencibles legiones romanas.

Una batalla de desgaste

Los romanos contaban con el apoyo de la tribu gala de los heduos, quienes habían prometido suministros, pero estos nunca llegaron a tiempo. ¿El motivo? Ciertos líderes heduos flirteaban, a su vez, con los helvecios. Por ello, y con la intención de cuidar la provisión del trigo, los romanos torcieron hacia Bibracte. Los helvecios, creyendo que sus enemigos se retiraban de cobardes, comenzaron a perseguir y picar su retaguardia.

Sin embargo, no llegaron al enclave político en el que pensaban sus enemigos habían buscado refugio: sobre una colina esperaban, pacientes, los romanos. Los helvecios se dieron cuenta, entonces, de la trampa: habían estado jugando al juego del César. Este se había hecho con la altura estratégica y, bajo la estridente orden "¡Lanzad!", sus soldados dispararon una lluvia mortífera de jabalinas que silbaron a oídos de los helvecios. Los proyectiles ensartaron a los guerreros de las primeras filas. A los dardos le siguieron el avance romano, quienes desenvainaron sus gladius y se lanzaron al combate cuerpo a cuerpo.

Julio César observaba, desde la distancia, como poco a poco la falange helvecia se fracturaba. Más tarde afirmaría que se había enfrentado a 263.000 helvecios, pero lo cierto es que la cifra real distaba de lo que él aseguraba. Fueron, quizá, 100.000 personas en total, pero el inflado numérico no era sino otra estrategia del César para engrandecer su apabullante victoria.

Los helvecios se vieron obligados a retirarse, desordenados, hacia la base de la colina, pero el romano no iba a dejar que se escaparan. Los romanos los siguieron, dispuestos a apuntillar la estocada final, pero no contaban con que una reserva de 15.000 boios y tulingos esperaban junto a los helvecios para cargar de improviso contra su retaguardia. Fue una "doble batalla", como el propio César lo recordaría (alabándose a sí mismo en tercera persona) en sus Comentarios. "Estuvieron peleando gran rato con igual ardor, hasta que no pudiendo los enemigos resistir por más tiempo al esfuerzo de los nuestros, los unos se refugiaron al monte". La batalla había comenzado a las siete de la mañana, y hubo de extenderse hasta "bien entrada la noche", pero la resolución estaba clara: los romanos habían ganado.

El destino de Europa

La victoria romana en Bibracte no solo consolidó la autoridad de Julio César en la Galia, sino que también envió un mensaje claro a otras tribus galas: los romanos conquistarían, tarde o temprano, el territorio. Tras la derrota de los helvecios, César aceptó su rendición bajo condiciones estrictas: estos debían entregarle sus armas, rehenes y devolverles sus esclavos romanos fugitivos. Además, les obligó a regresar a sus tierras natales para reconstruir las aldeas y ciudades que con tanto ahínco habían destruido en su peregrinaje. El Imperio quería evitar que estas tierras quedaran deshabitadas, pues eso daría pie a los germánicos a ocuparlas. Y la Galia había de ser suya.

La batalla de Bibracte marcó entonces el inicio de la Guerra de las Galias. Tras la batalla, representantes de diversas tribus galas se acercaron a César para felicitarlo y buscar su favor, reconociendo que la derrota de los helvecios beneficiaba a toda la región pues evitaba la expansión de las tribus germánicas. Trataban de hacer pactos con la fuerza romana, pues se imaginaban lo peor: Julio César se haría con el control total de la Galia y, tarde o temprano, ellos mismos acabarían sometidos.

César avanzaría hacia nuevos desafíos. Cada tribu que le reconocía, cada asentamiento que florecía bajo su supervisión, se convertía en parte de un mapa de poder que Roma entera trazaba con precisión. La victoria de aquel verano fue la chispa que encendería la serie de conquistar que transformarían la Galia y Europa para siempre.