Agosto, 1914. El mundo apenas llevaba un mes en guerra cuando el frente aliado decidió pararle los pies a una Alemania en avanzadilla. Reino Unido y Francia contaban con un peso pesado: Rusia, confiando en que la peleona Alemania no sería rival para el gigante euroasiático. Planificaron la batalla con ahínco, confiando en que sería coser y cantar, una batalla más. El sol de agosto iluminaba a los rusos en su marcha, cargando con pólvora, artillería y la certeza de contar no sólo con la superioridad numérica, sino también con un plan a la sombra para pillar por sorpresa al enemigo. Con lo que no contaban fue, precisamente, que el enemigo sabía todo esto y más.
La batalla de Tannenberg fue una vergüenza histórica para Rusia: aproximadamente 120.000 bajas, entre prisioneros y fallecidos, frente a pérdidas alemanas que apenas superaron los 10.000 hombres. Fue tal el hazmerreír que el general ruso que lideró el ejército fallido se suicidó durante su retirada, avergonzado de dar explicaciones ante semejante desastre. Para Alemania, por el contrario, fue principalmente propagandística: lo cierto es que la localidad que le daba nombre se encontraba "lejos" (a unos 30 kilómetros de donde tuvo lugar la batalla), pero era excusa suficiente para bautizarla así y devolver una gloria perdida cinco siglos antes.
Pararle los pies a Alemania
Cuando estalló la Primera Guerra Mundial, la lógica estratégica no era la misma en todos los frentes: mientras Alemania esperaba reinar en Occidente con su Plan Schlieffen, Francia y Reino Unido se vieron obligados a colaborar con Rusia para frenar el avance alemán. Las potencias aliadas vieron en el gigante euroasiático un titán militar: si contaban con Rusia para presionar a Alemania por el este, la guerra estaría ganada. Y, en parte, la idea tenía sentido, pues los alemanes consideraban al Imperio Ruso su principal amenaza (precisamente por ello, su Plan Schlieffen consistía en quitarse rápidamente de en medio a Francia y Gran Bretaña para transportar sus tropas al frente oriental), pero la realidad demostró que aquel titán tenía pies de barro.
El trío aliado (Francia, Gran Bretaña y Rusia), no veía fallas a su dominio de 3 contra 1, pero contaban con un problema importante: Rusia no contaba con un sistema adecuado de ferrocarril, lo que se traducía en una imposibilidad de utilizar dicho transporte fuera del país. Si el Ejército Imperial Ruso quería llegar a Alemania, tendría que hacerlo a pie. Por lo que el objetivo hubo de cambiarse: atacarían, mejor, a Prusia Oriental, parte integrante del Imperio Alemán, que se encontraba defendido únicamente por el 8º Ejército.
En teoría, Rusia podría aplastarlo, pues contaba con superioridad numérica, pero tenía que hacerlo rápido: si Alemania se enteraba, podría reforzar mucho más rápido el frente oriental con tropas más pesadas. Fue, entonces, una decisión arriesgada: mejor atacar pronto, aunque no estuviesen completamente listos, que esperar y dar tiempo al enemigo. Así, los rusos legaron en dos de sus ejércitos —el 1º Ejército ruso, al mando del general Paul von Rennenkampf; y el 2º Ejército ruso, bajo órdenes del general Aleksandr Samsonov— la ardua tarea de pillar a los alemanes rodeando por sorpresa la Prusia Oriental. Lo que no sabían es que los alemanes habían interceptado todos y cada uno de sus planes.
La batalla de Olsztyn
Los alemanes apenas podían creer la suerte que tenían: los rusos transmitían sus órdenes por radio sin encriptar. Bastaba un auricular y un operador atento para desnudar sus planes enteros. Entonces, al amanecer del 26 de agosto, el 1º Ejército ruso avanzó hacia el oeste. No encontró mucha resistencia: las tropas alemanas se habían arremolinado en el ala derecha de Prusia Oriental, en un territorio cercano a la localidad de Olsztyn (actual Polonia), donde se enfrentaban, sin descanso, al 2º Ejército ruso de Samsonov.
Los trenes que flaqueaban en las líneas rusas fueron decisivos en las alemanas: un vaivén de ferrocarriles alemanes permitían a cuerpos de ejército enteros cambiar de posición en cuestión de horas. Hacía tiempo que se habían dado cuenta de que la superioridad numérica rusa era solo un espejismo: fragmentando los ejércitos y atacando por los flancos los envolverían casi que por completo.
Sin embargo, el 2º Ejército ruso no desistió en su misión de adentrarse en Prusia Oriental, pero cada paso que daban los acercaba más a un cerco invisible. Tras tres días de ardua batalla, los alemanes se cansaron de luchar contra un enemigo sencillo e incrementaron su ataque. Cortaron rutas de escape, aislaron cuerpos de batalla enteros... Fue una cacería. Los soldados y oficiales rusos empezaron a comprender que estaban atrapados: allá por donde fueran, aparecería artillería alemana para pararles los pies. Los rusos seguían enviando sus órdenes por radio... sin cifrar.
De catástrofe militar a mito nacional
Para el 30 de agosto, el destino de la batalla ya estaba dispuesto: el ejército ruso se había rendido. La magnitud del desastre se contaba en números: se estima que alrededor de 92.000 soldados fueron capturados, mientras que las bajas rusas rondaron las 30.000 entre muertos y heridos. ¿Las alemanas? 13.000. El general Samsonov, humillado por la derrota, se suicidó durante la retirada.
Los alemanes estaban pletóricos. Bautizaron su victoria como "la batalla de Tannenberg", pese a dicha localidad hallarse a unos 30 kilómetros de donde había tomado lugar el asalto. Lo hicieron por motivos de propaganda: para mitigar el recuerdo de la derrota de la Orden Teutónica a manos de tropas polaco-lituanas en la batalla homónima de 1410.
La victoria alemana en Tannenberg fue tan alabada que pronto se convirtió en un mito. Los periódicos y oficiales del Reich difundieron historias sobre la supuesta deslealtad del general Rennenkampf hacia Samsonov, insinuando que la falta de apoyo entre ejércitos rusos había facilitado la catástrofe, pero nada más lejos de la realidad: fue la distancia y el ataque sorpresa alemán lo que impidió el apoyo entre ejércitos. Sin embargo, el rumor sirvió a Alemania para magnificar su triunfo, mancillando (todavía más) la derrota rusa. La propaganda convirtió el desastre ruso en una historia de astucia alemana. La historia, sin embargo, premia tanto la artimaña como la desgracia de quienes confían demasiado en aquello que no controlan.
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hace 3 semanas
Esto lo escribí hace años sobre el verdadero cerebro de la Victoria alemana:
Suele pasar que en un segundo plano de los que se llevan los honores militares, siempre existe un 2º jefe de Estado Mayor que es en realidad la mente que diseña la derrota si se pierde (evidentemente según sus jefes), pero que no se lleva ningún mérito si se alcanza la victoria. Esto es lo que le pasó a nuestro protagonista, CARL ADOLF MAXIMILIAN HOFFMANN (1869-1927), aunque todos sus amigos y enemigos le llamaban “el frívolo y superficial” Max. Nuestro desenfadado protagonista ingresó en la Academia Militar Prusiana de Berlín, fundada en 1810 por el brillante Gerhard von Scharnhorst, y donde se graduaron todos los cerebros de milicia germana. En esa época forjó una amistad con su compañero de piso, Erich Ludendorff.
Max había estado estudiando durante cinco años los planes de guerra rusos en una posible confrontación contra su patria, aprendiendo por este motivo ruso lo que le valió de mucho posteriormente. El general Schlieffen haciendo caso omiso a las habladurías de los compañeros del mundano ya capitán, se fijó en este despierto y vividor oficial enviándole como observador a la guerra ruso-japonesa. En esta época fue testigo, en la estación ferroviaria de Mukden en Manchuria (actualmente Shenyang), de un hecho que le ayudó para trazar un magistral plan de ataque con el devenir del tiempo.
Al estallar la Gran Guerra, Max era jefe de operaciones de VIII Ejército del general Maximilian von Prittwitz, en los acontecimientos de la retirada alemana de Prusia Oriental ante el avance del Ejército Imperial ruso, y la posterior llegada de los “salvadores” Hindenburg y su amigo Ludendorff, concibió un plan maestro.
Los rusos desplegaron el II ejército de Samsonov y el III ejército de Rennenkampf, que debido a la enemistad de ambos marcharon cada uno por su lado sin apoyarse. Max estaba al tanto, el único por entonces en el bando alemán, de la enemistad de ambos generales rusos, ya que recordó lo acaecido en la estación de Mukden donde vio abofetearse a los dos generales. Aprovechó la enemistad de ambos y desplegado un centro “delgado” que no “débil” atrajo a los rusos a su trampa.
Esta táctica nada nueva, Max recordó la Batalla de Cannas donde Aníbal se aprovechó de la enemistad de los romanos Cayo Terencio Varrón y Lucio Emilio Paulo. Tejió su plan, Cannas llevado a la guerra moderna, y de un plumazo deshizo a dos ejércitos rusos en las batallas de Tanneberg y los Lagos Masurianos. Lo demás es ya de sobra conocido.
La Historia se olvidó de Max y el mérito fue para el tándem Hindenburg/Ludendroff.