Hace 85 años, el 23 de octubre de 1940, Francisco Franco acudió a Hendaya para entrevistarse con Adolf Hitler. El encuentro, celebrado en el coche-salón del tren del Führer, duró algo más de dos horas. Hitler, Franco y sus respectivos ministros de Exteriores, Joachim von Ribbentrop y Ramón Serrano Suñer, hablaron por medio de sus respectivos intérpretes. El comunicado final fue tan escueto como ambiguo: se había mantenido "una entrevista en el ambiente de camaradería y cordialidad existentes entre ambas naciones".

Se ha escrito y discutido mucho sobre lo sucedido en la estación de la ciudad francesa fronteriza con Irún. Sobre si el Caudillo logró mantener a España al margen de la Segunda Guerra Mundial o si fue el Hitler quien renunció a los inconvenientes de un aliado débil y exigente. De aquella jornada quedan testimonios contradictorios, algunas imágenes y un objeto tangible: el vagón –el coche, nos corregiría un aficionado al ferrocarril– que llevó a Franco a la frontera francesa. Un vehículo de lujo fabricado para Alfonso XIII en los astilleros bilbaínos del Nervión, que hoy permanece arrumbado en la nave de una asociación de desarrollo rural de Almazán, Soria.

¿Qué pasó en Hendaya?

Pero vayamos por partes. ¿Qué pasó realmente en Hendaya? Aquella entrevista marcó para los propagandistas del franquismo uno de los momentos estelares del Caudillo providencial y sagaz. Pero no faltan los historiadores solventes que reconocen, con la documentación sobre la mesa, que Franco fue a Hendaya con las decisión ya tomada: había que dar largas a Hitler.

El 5 de septiembre de 1939, a los pocos días de estallar las hostilidades, Franco había proclamado la estricta neutralidad española, llamando incluso al entendimiento de las partes. Pero cuando los alemanes entraron en París en junio de 1940 tras el fulminante éxito de su blitzkrieg, la España franquista pudo exteriorizar sus evidentes simpatías con el nazismo. Mudó su estatus de neutral a "no beligerante" y Franco se puso por carta a disposición del Führer. La oferta siempre tuvo un precio: ayuda material –de armamento, materias primas y alimentos para un país famélico– y peticiones territoriales en África para colmar las viejas aspiraciones coloniales españolas. Un precio que Alemania, por razones sucesivas, nunca estuvo dispuesta a pagar.

Pero antes de la entrevista de Hendaya, Franco ya conocía un informe firmado por su ministro de Marina, el almirante Moreno, y el jefe de operaciones de la Armada, Luis Carrero Blanco, que constataba que entrar en guerra sería una locura. "Una receta para el desastre", decía textualmente, como ha recordado, entre otros, el catedrático de Historia y biógrafo de Franco Enrique Moradiellos. En cuanto España declarara la guerra, preveían Moreno y Carrero, se perderían las Baleares, las Canarias y la única refinería de petróleo, quedaría en riesgo todo Marruecos, expuesta la costa atlántica y amenazada la mediterránea. La única coyuntura plausible para intervenir sería con Suez y Gibraltar ocupadas por los alemanes. Es decir, con una Alemania victoriosa.

En Hendaya, pues, se constataron las reticencias mutuas de ambos líderes. Alemania llegó a arrancar un compromiso verbal del ministro de Exteriores español, Serrano Suñer, para entrar en guerra a comienzos de 1941 durante la Operación Félix, planeada para la toma de Gibraltar. Pero Franco se echó atrás pocas semanas antes de la fecha estipulada: España no estaba preparada. Una dilación que será definitiva. Con el comienzo de la invasión de la URSS en junio de 1941, la toma del Peñón quedó archivada. Y el curso de la guerra hizo el resto. En septiembre de 1942 cayó Serrano Suñer, y desde finales de ese mismo año Carrero, ya mano derecha de Franco, enfrió la conveniencia de la alianza con Alemania. El nuevo equipo de Exteriores, con Gómez Jordana al frente, sin falangistas y poblado de monárquicos más proclives a los aliados, refrendará el giro político, definitivo tras la derrota de Stalingrado (enero-febrero de 1943). Este fue el juego de equilibrios donde la astucia del dictador se recombinó con la coyuntura y el azar para que España quedara al margen de la guerra y salvar la cara tras la victoria aliada.

¿Y el tren de Franco?

El relato político del día ha sido contado muchas veces, pero pocos se han molestado en reconstruir el intinerario de Franco hasta Hendaya. Se ocupó de hacerlo el periodista Mikel Iturralde en su excelente blog ferroviario Treneando. Franco partió de Madrid el 22 de octubre en un convoy de tres coches arrastrado por una locomotora Montaña 241-4600 de la Compañía de los Caminos de Hierro del Norte. En Alsasua, la máquina fue sustituida por la eléctrica cocodrilo Norte 7209, fabricada en 1928 por Brown Boveri y Babcock Wilcox, con seis motores y 2.100 kilovatios de potencia. A bordo viajaban el general, su cuñado y ministro Serrano Suñer, el barón de las Torres y el filólogo Antonio Tovar –a modo de intérpretes–, José Moscardó y varios periodistas. El convoy partió de Pasajes hacia Hendaya poco antes de las tres de la tarde del día 23.

Hitler, por su parte, llegó en su habitual tren Amerika, un convoy de quince coches arrastrado por dos locomotoras BR 03, con coches de transmisiones, comedor, prensa, dormitorios y un vagón antiaéreo a cada extremo. El líder nazi esperaba puntual en la estación de Hendaya acompañado de Ribbentrop, mientras las cámaras de los noticiarios lo filmaban impaciente en el andén. Franco llegó con casi diez minutos de retraso, no se sabe si por el mal estado de las vías españolas o por un apagón que paralizó brevemente el tren español. La propaganda franquista presentaría después el incidente como una maniobra deliberada para incomodar al Führer.

El coche en el que viajaba el dictador se conoce como SS-3, aunque entonces conservaba la matrícula original Sffv 1, perteneciente a la Dirección General de Ferrocarriles y Tranvías. Fue construido en 1929 por la Sociedad Española de Construcción Naval, en los astilleros del Nervión (Bilbao), por encargo del Ministerio de Obras Públicas para uso de Alfonso XIII y su familia.

De coche real a pabellón de caza

Se trataba de un coche metálico de veinte metros de largo y tres de ancho, decorado en azul mahón con ribetes dorados y techo gris. Su interior reproducía el gusto cortesano de los últimos años de la monarquía: un salón comedor, tres dormitorios –el principal con baño propio–, una pequeña cocina y un lavabo auxiliar. Las paredes estaban recubiertas con maderas nobles e incrustaciones de marquetería que representaban búcaros y escudos heráldicos; entre ellos, el de Bilbao. Había un sofá, una mesa de comedor y varias camas y butacas.

Alfonso XIII apenas llegó a utilizarlo. Tras su marcha al exilio en 1931, el coche fue asignado a la Compañía del Norte para viajes de inspección de sus altos cargos. Terminada la Guerra Civil, Franco lo incorporó al tren de la Jefatura del Estado. Renfe lo repintó en verde oliva con franjas amarillas y el SS-3 se convirtió en uno de los vehículos habituales del dictador hasta su jubilación (la del coche, no la de Franco) en 1956.

Renfe lo subastó en 1975 siguiendo la práctica burocrática de vender como chatarra el material retirado. Lo adquirió Vicente de Gregorio, un terrateniente manchego aficionado a las antigüedades, que lo instaló en una finca de Ciudad Real y lo utilizó como pabellón de caza. Durante años, el vagón sirvió de refugio a los invitados de las monterías.

Tiempo después, el propietario ofreció devolverlo a Renfe. La compañía, que carecía de liquidez para una adquisición de estas características, lo recuperó a cambio de 150 toneladas de chatarra valoradas en unos dos millones de pesetas de la época. Separado en dos partes –la caja por un lado y por otro los bogies, o bastidores con ruedas sobre los que se apoya el vagón en sí–, fue trasladado primero a Valdepeñas y más tarde a Soria, donde el equipo de ebanistas del Servicio de Explotación Forestal instalado en su estación –el mismo que reconstruyó convoyes históricos como el Tren de la Fresa de Aranjuez–, se iba a encargar de restaurarlo a comienzos de 1985. "Nuestros carpinteros están perfectamente preparados para devolver al vagón y al mobiliario su estado original. En marzo, espero, podrá quedar expuesto en el Museo Nacional del Ferrocarril", declaraba entonces su responsable, Antonio Ayala, al diario El País.

Una reliquia incómoda

Sin embargo, el proyecto encalló durante años hasta que en 1997 el Museo del Ferrocarril cedió el coche a la Asociación para el Desarrollo Endógeno de Almazán y Otros Municipios (Adema), que lo trasladó a la antigua estación de Almazán-Dehesa. A comienzos de los 2000, Adema puso en marcha una escuela taller para restaurarlo. Ocho alumnos desmontaron paneles, limpiaron y barnizaron maderas, repusieron elementos del suelo y reconstruyeron los escudos decorativos. Aquella intervención, realizada en 2005, logró detener el deterioro, pero no se concluyó: los trabajos exteriores, la tracción y el sistema de frenos quedaron pendientes de los talleres especializados de Renfe.

Hoy, veinte años después, la estación de Almazán es un hotel rural, pero el coche que viajó a Hendaya permanece medio desmontado y con los trabajos realizados ya deslucidos en una nave rodeada de vegetación junto a las vías muertas de la línea Valladolid–Ariza. El presidente de Adema, Carlos González, y su gerente, Marisa Muñoz, explicaban hace unos días en declaraciones al Heraldo de Soria que la asociación rescató el vehículo "del absoluto abandono" en que se encontraba, pero que la restauración definitiva se ha visto bloqueada por un obstáculo fundamental: el nombre de Franco. Nadie quiere destinar dinero público o privado –mucho dinero: se habla de más de 200.000 euros– para reparar una pieza vinculada directamente a la figura del dictador.

El coche real más lujoso del ferrocarril español condensa un siglo de contradicciones españolas: la monarquía que se fue, la dictadura que la usurpó durante cuarenta años y la democracia que aún no sabe cómo mirar al pasado. Su abandono es una cuestión de presupuesto, pero también de gestión de la memoria colectiva de un país que no sabe qué hacer con sus reliquias.