1975 fue un año extraño para la música. Mientras en las listas de éxitos reinaban Elton John, Queen o Pink Floyd (el 12 de septiembre de ese año se publicó uno de sus discos más importantes y uno de los más vendidos de la historia, Wish you were here), en antros de mala muerte de Nueva York y Londres se estaba gestando algo mucho más ruidoso, desaliñado y político. El mensaje se mantenía en la misma línea del hippismo: di sí al pacifismo (y a las drogas, todo sea dicho). Pero la guerra de Vietnam había terminado, y el desencanto y la rebeldía juveniles tomaba otros derroteros. Asumiendo, paradójicamente, que un poco de violencia, aunque fuera más estética que real, podía estar vien. En Estados Unidos surgieron Patti Smith, Ramones y Blondie. En Reino Unido, los Sex Pistols, The Damned o The Clash. Nadie lo llamaba todavía punk, pero el germen ya estaba ahí. Era cuestión de tiempo que se propagase.

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Lo cierto es que estos sonidos llevaban ya varios años gestándose, a espaldas del glam rock, el folk y la música disco que dominaban la sociedad; pero la energía descarnada del punk irrumpió como un torrente en el panorama mainstream de la música anglosajona desde baretos underground convertidos en puntos de encuentro para artistas inadaptados y soñadores. Ninguno como el CBGB neoyorquino.

Ruido y energía

Era un localucho del Lower East Side de Manhattan, abierto en 1973 para acoger la música country, el blue grass y el blues (de ahí sus siglas). Pero la quiebra de una sociedad asolada por el crimen atrajo a una nueva ola de artistas que ansiaban experimentar con los sonidos de la calle. Y, si bien su nombre y su historia recuerdan un club (ahora cerrado) pensado para otro tipo de música, el local acabó convirtiéndose en crisol de la disidencia sonora.

En sus tablas había, pues, una única regla: menos virtuosismo y más urgencia, lo que permitía a bandas jóvenes y sin pulir encontrar un público y un lenguaje compartido. Aquella escena neoyorquina dejó en 1975 y 1976 grabaciones y conciertos que hoy se leen como actas de fundación: los primeros conciertos de los Ramones y discos como Go Girl Crazy! de The Dictators fueron señales de que algo estaba cambiando. Tuvo que llegar una desconocida poetisa, primero como guitarrista y después como cantante, para terminar de afianzarlo.

Patti Smith (Chicago, 1946) fue una revolución en sí misma. Hija de una testigo de Jehová, Smith encontró en su adolescencia las ataduras de una religión autoimpuesta. Se desligó por completo de la misma y, por ende, de su familia. Probó suerte en todas las ramas artísticas: pintó, bailó, actuó y, por supuesto, escribió. Así, en 1974, Patti Smith y su banda de inadaptados empezaron a cantar sus palabras en aquel garito de Nueva York. La gente acudía en masa. Si no veían a Smith, verían a los Ramones, que animaban las noches en las que no tocaba la cantante. En 1975, Smith lanzaría su primer álbum. Ella no lo sabía todavía, pero con la publicación de Horses estaba moldeando la historia de la música: había nacido el punk.

Un escándalo underground

El punk estadounidense se propagó en galerías, fanzines y clubes de manera rápida, aunque no uniforme. Era cuestión de tiempo que llegara a Europa. Lo cierto es que se exportó como actitud antes que como producto, entre grupos de jóvenes británicos que, hartos de la crisis económica y de un rock que prometía un progreso que no llegaba, tomaron el testigo radicalizando el formato. En 1974, Vivienne Westwood y Malcolm McLaren habían abierto en King's Road su revolucionaria tienda de moda, Sex, que proveería al movimiento británico de un estilo propio. Para 1975 los Sex Pistols ya actuaban bajo ese nombre, mientras que otras bandas como The Clash o The Damned tuvieron que esperar dos años para cristalizar el sonido británico y empapar de estética punk las portadas de sus álbumes.

Precisamente la estética fue uno de los aspectos que más caló entre los fanáticos del punk. Era la mezcla perfecta entre ropa y peinados disidentes y discurso político (en su gran mayoría, nihilista y antisistema). El resultado se proyectaba en canciones como cañonazos, cortas y reivindicativas.

1975 fue el punto de partida. En apenas dos años, el punk ya era un género en sí mismo, pese a que muchos lo entendieran como una extensión del rock. Inspiró el grunge, el heavy metal y posteriores géneros musicales que, con sonidos eléctricos, parecieran hablar de una revolución cultural. Y, como en toda revolución, lo que permaneció no fue solamente el ruido, sino la idea de que la música podía decir aquello que unos pocos no querían oír.

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