En algún momento de nuestras vidas, puede que en muchos, todos hemos esperado a ese tranvía llamado deseo y, quizás, nos hemos subido a él. Y más adelante nos hemos percatado de que ese tranvía no nos llevaba, en realidad, a ninguna parte, o que cogía una dirección equivocada, y que nos hacía percatarnos de la fragilidad de los sueños, de las dificultades en las relaciones, de nuestra mala posición social y de la diferencia de clases y del trabajo que cuesta salir adelante, de lo difícil que resulta comprender a los demás y ponerse en la tesitura de los otros.

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Todas estas metáforas podrían entresacarse del contenido y los personajes de Un tranvía llamado deseo, de Tennessee Williams, de 1947 y ganadora de un Premio Pulitzer. Acrecentó su fama cuando se convirtió en película dirigida por Elia Kazan que también la había llevado al teatro él mismo, con protagonista en ambas, teatro y película, de Marlon Brando. El personaje femenino principal en teatro lo interpretó Jessica Tandy y en el filme Vivien Leigh.

En el montaje que nos ocupa, el que en estos momentos se representa en el Teatro Español de Madrid, la dirección corre a cargo de David Serrano y a los personajes principales les dan cuerpo y vida Nathalie Poza y Pablo Derqui.

Mas a lo que vamos. Hay en el ambiente dolor. Desde el inicio, desde la entrada del personaje de Blanche, se palpa ya que la situación será tensa, que habrá subes y bajas en el acogimiento del matrimonio Kowalski hacia la hermana que aparece en circunstancias extrañas, ocultas, misteriosas.

Nathalie Poza marca de forma personal y, diría que artesana, ese trastorno de la personalidad que denota, claramente, abandono, miedo, ocultación, remordimiento, falsa inocencia. Y Pablo Derqui, sobrio, manufactura una vileza necesaria, manifiesta cierto complejo intelectual, abrasadoramente pasional, de dominio que teme perder, fingimiento de control. María Vázquez, interpretando a Stella, pinta con trazos firmes la frustración, la sumisión, el miedo, de la que solo espera que no haya complicaciones en su vida.

Jorge Usón traza un hombre grande sumido en la invisibilidad, emocionalmente disimulado, sentimentalmente ilusionado por primera vez en su historia. Todo el elenco ondea con mucha solvencia sus personajes, sin oropeles, entregados al ambiente, a las características de esa sociedad de hace 85 años del sur de Estados Unidos, donde el maltrato, la ira masculina, la precariedad en las necesidades básicas, el entorno hostil de perdedores, hagan lo que hagan, dé como resultado que estén pendientes de que pase ese deseo en forma de tranvía, para intentar dejarlo todo, el día menos pensado, sabiendo que no llegará nunca, de que el estruendo sonoro provoque que se tambaleen las estructuras familiares.

Pero no habrá lamentos, cada uno asumirá el rol que le corresponda, sin ápice de gloria, bajo el triste amparo de lo rutinario, en la artificialidad de las convenciones sociales. Se ocultará la violación, la mujer sigue relegada a su papel de segura servidora, los trapos sucios no se airean.

Cuando la reposición de estos textos, que marcaron un hito en la dramaturgia del siglo XX, se hace con solvencia, con rigurosa profesionalidad, con enorme calidad, siempre son bienvenidos.

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