Cuando el senador Jorge Lavandero hizo su entrada en la cámara todas las miradas se dirigieron hacia él. “¿Dónde están?”, rezaba una gran lona de plástico que envolvía su cuerpo y en la que era posible leer los nombres de cientos de desaparecidos.

Aquel 11 de marzo de 1998, el general Augusto Pinochet estrenaba su condición de senador vitalicio. Habían pasado ya ocho años desde que, tras salir derrotado en un plebiscito para decidir sobre su continuidad al frente del país, el comandante en jefe del ejército chileno había transigido con el retorno de la democracia.

Pero la acción de Lavandero suponía una muestra más de las muchas heridas que aún permanecían abiertas en un país que había optado por dejar atrás los desmanes de 17 años de dictadura para favorecer una transición lo menos desgarradora posible.

Más de 3.000 crímenes –entre muertos y desaparecidos- habían quedado sin culpables por mor de las leyes de amnistía con las que los propios responsables de la dictadura militar se habían blindado ante la justicia chilena antes de ceder el poder.

Más de 3.000 crímenes habían quedado sin culpables por mor de las leyes de amnistía con que se había blindado el dictador

Esa seguridad interna, que permitía a Pinochet asistir impasible, con una leve sonrisa de desdén perfilada en su rostro, a los tumultos que ocasionaba su presencia en el Senado, contrastaba, en cambio, con las iniciativas que, en distintos países, procuraban que aquellos delitos no quedaran impunes.

Entre éstos, España ocupaba un lugar destacado. Sería un jurista valenciano, Joan Garcés, quien más empeño pondría en que la Justicia española investigara las masacres cometidas por los responsables de la dictadura chilena. Garcés había sido un asesor muy cercano al presidente Salvador Allende y testigo directo del derrocamiento de éste a manos de Pinochet. Al producirse el asalto al Palacio de La Moneda, el propio Allende exhortó a Garcés a escapar y “contar al mundo lo que ha ocurrido”.

Las iniciativas de Garcés acabarían encontrando cierto eco entre los sectores más progresistas de la judicatura española. Y bajo la dirección del fiscal Carlos Castresana y de los jueces Manuel García Castellón y Baltasar Garzón, una causa iniciada para indagar sobre las víctimas españolas de la dictadura acabaría extendiéndose a todos los crímenes impunes del régimen, en lo que pasaba a plantearse como una acción de justicia universal, en pro de los derechos humanos.

“Así, por vez primera, los chilenos y las familias de los fallecidos de otras nacionalidades dispusieron de una posible solución legal con la que romper el escudo de impunidad que había creado Pinochet para sí mismo y sus generales”, apunta Peter Kornbluh, en Pinochet: Los archivos secretos (Crítica, 2004).

La tarea no resultaba sencilla. Dentro de la propia judicatura española se abrió un agrio debate entre quienes consideraban que España no tenía potestad para juzgar delitos cometidos fueras de sus fronteras y quienes argumentaban que las violaciones muy graves contra los derechos humanos eran perseguibles en todo tiempo y lugar.

Dentro de la judicatura española se abrió un agrio debate sobre la potestad para juzgar a Pinochet

Esta postura no lo tenía nada fácil. Ni el Gobierno español, presidido entonces por José María Aznar, ni los fiscales principales del Estado y la Audiencia Nacional, Jesús Cardenal y Eduardo Fugairiño, respectivamente, la respaldaban.

Y tampoco existían precedentes que la avalaran, puesto que, hasta entonces, ningún jefe de Estado había sido juzgado por un país extranjero por acciones cometidas durante el ejercicio de su poder.

El propio concepto de la “Justicia Universal” aplicado por una nación individual generaba dudas, ya que, como explica el profesor Manuel Trigo Chacón en su obra Pinochet, Nixon, Franco y la Justicia Universal, está sometido a un elevado riesgo de acabar siendo un arma a emplear únicamente contra Estados débiles, generando una asimetría jurídica. ¿O acaso un país como España trataría de instar la detención del presidente estadounidense Richard Nixon por sus crímenes en Vietnam o de los dirigentes soviéticos responsables de las matanzas en Afganistan o Chechenia?

Al fin y al cabo, eran muchos los que en Chile, incluso políticos socialistas, consideraban que con su acción, la Justicia española estaba menoscabando la soberanía del país.

Aún así, con el respaldo de la opinión pública nacional e internacional, Garzón seguiría adelante con sus planes de juzgar a los responsables de los crímenes de las dictaduras de Argentina y Chile. Y la oportunidad que esperaba se le presentaría muy pronto.

Confiado en su inmunidad, Pinochet decidió a finales de septiembre de 1998 trasladarse a Gran Bretaña, para operarse de una hernia. Apenas unas semanas después, el 16 de octubre, cuando aún permanecía ingresado en la London Clinic, agentes de Scotland Yard se personaron en su habitación para notificarle una orden de arresto.

16 meses de arresto

Conocedor de la presencia del dictador chileno en territorio británico, Garzón se había apresurado a emitir una orden de extradición, basada en los principios de cooperación jurídica imperantes entre los países de la Unión Europea, a la que Reino Unido había dado debido curso. Comenzaba un intenso proceso que se extendería durante 16 meses.

Portadas de prensa anunciando el arresto de Pinochet.

Portadas de prensa anunciando el arresto de Pinochet.

La detención de Pinochet en Londres despertó tanta controversia como la que generaba su figura. La batalla por la liberación del dictador recibió notables apoyos, desde el propio gobierno chileno de Eduardo Frei hasta la ex primera ministra británica Margareth Thatcher, pasando incluso el expresidente español, Felipe González.

Los familiares y el círculo más cercano a Pinochet, que articularía su estrategia de defensa, clamarían por la liberación del que denunciaban que era “el único preso político de Inglaterra”. Además de denunciar las irregularidades de la instrucción llevada a cabo por el juez Garzón, aducían que para la Justicia española aquella causa era planteada como una revancha por el golpe de estado contra Allende y que la enorme carga emotiva y pasional que se desprendía de sus actuaciones impedía que el dictador pudiera ser juzgado conforme a derecho.

En cualquier caso, según opina Gonzalo Vial en Pinochet, la biografía, la batalla por la opinión pública estaba perdida, como reflejaba la sucesión de artículos en su contra de intelectuales como Mario Vargas Llosa, José Saramago o Umberto Eco. “Augusto Pinochet es un monstruo. Debería estar metido en una jaula con animales fétidos y aditamentos que hiciesen reflexionar sobre esta basura espiritual y política que ha sido el dictador chileno”, escribiría por esos días el escritor Ernesto Sábato.

La opinión pública en Chile y en el exterior era favorable al enjuiciamiento del dictador

En Londres, un grupo de exiliados durante la dictadura, respaldados por activistas de izquierda británicos, se organizaba para reclamar que Pinochet fuera juzgado, al tiempo que los pinochetistas les contraponían en marchas de elevada tensión.

Una tensión que iría en aumento conforme el proceso de extradición iba quemando etapas. Primero, los jueces de la cámara de los lores le retirarían la inmunidad –en un fallo que hubo que repetir por el conflicto de interés de uno de los jueces- y, más tarde, cuando el 8 de octubre de 1999, el juez Ronald Bartle confirmaba la extradición. Tan solo faltaba el visto bueno del ministro del Interior británico, Jack Straw.

Había transcurrido ya un año desde que Pinochet recibiera la orden de detención. Durante ese tiempo, había permanecido bajo arresto domiciliario en una finca cuyo alquiler costaba 16.000 dólares mensuales y a cuyo interior llegaban recurrentemente los gritos y cánticos del denominado 'Piquete de Londres', el grupo de exiliados que clamaban por un castigo al dictador.

Fue por entonces cuando, al parecer, la salud del general comenzó a marchitarse a marchas forzadas. De repente, el lúcido y calculador militar que había regido los destinos de Chile entre 1973 y 1990 aparecía como un anciano -contaba ya con 84 años-, achacoso por sus dolencias cervicales, afectado por una diabetes crónica y golpeado por una serie de pequeñas apoplejías que habían limitado su capacidad mental.

Un informe elaborado por cuatro especialistas británicos determinó que estaba capacitado para ser juzgado

Un informe -posteriormente muy discutido- elaborado por cuatro especialistas británicos corroboraría que Pinochet padecía una leve demencia senil. El salvoconducto parecía servido en bandeja de plata.

Finalmente, el 2 de marzo de 2000, Straw hizo público el fallo definitivo: Pinochet no estaba en ese momento "mentalmente capacitado para participar en un juicio", por lo que no sería extraditado a España.

Regreso a casa

El Gobierno español había decidido de antemano no oponerse a una decisión que algunos analistas sugieren que había sido pactada previamente entre ambos países, por lo que 16 meses después Pinochet pudo tomar un avión rumbo a Chile, donde llegaría en la mañana del 3 de marzo. Antes de despegar recibiría un regalo de su amiga Thatcher: un antiguo plato de plata, conmemorativo de la victoria de Gran Bretaña sobre la Armada Invencible española.

"¡Por fin, viejo! ¡Por fin voy a volver", dijo Pinochet a su nieto Rodrigo poco después del despegue, trasluciendo una alegría que se multiplicaría cuando el avión que le transportaba tocó suelo chileno. Allí, en el aeropuerto de Pudahuel sería objeto de una recepción honorífica, en la que no faltó ni siquiera una alfombra roja.

"Con la música de fondo que proporcionaba una banda militar, Pinochet, sonriente y ágil, se levantó de la silla de ruedas y caminó por la pista para estrechar la mano a los generales que tanto habían influido en la decisión que lo puso en libertad y le permitió volver a su país", describe Kornbluh.

A su regreso a Chile se encontraría con que allí también la Justicia luchaba por castigar sus crímenes

El dictador había escapado de las garras de la Justicia española en un caso que había sembrado de dudas el concepto de la Justicia Universal.

Pero el Chile al que regresaba Pinochet era ya, sin duda, un país muy diferente al que había regido hasta hacía una década -de hecho, con Ricardo Lagos el socialismo volvía a gobernar por primera vez desde que el general derribó el Gobierno de Allende- y la iniciativa de la Justicia española había removido conciencias y barreras.

La inmunidad de la que creía gozar había sido quebrada y ahora el propio país en el que aún algunos lo vitoreaban como héroe había decidido que los excesos de su Gobierno precisaban de una respuesta de la Justicia. Solo su mala salud le salvaría ya de dar debida cuenta de sus crímenes.