La Navidad es una ciudad de plumón y un cielo de frutero, y la Moncloa es un palacio de hielo. Otra vez, quiero decir. Se nos ha pasado ya un año entero mirando el lento vértigo de España, que es como el de un eclipse, y la radiografía de Sánchez, que es como un esqueleto de la Edad de Bronce, y se diría que estamos condenados a repetirlo todo. Nuestros dioses, que pasan en apenas unos meses del bizcocho a la carroña, y nuestros gobernantes, que se niegan a sí mismos más que los dioses, se repiten en sus carros alados, en sus agonías cíclicas, en sus egoísmos celestes. La Navidad es un altar de celofán y un ángel encoloniado, y la Moncloa es un palacio de hueso, como esa fachada de la Sagrada Familia que parece de hueso (la familia de Sánchez también es sagrada, ya saben). Todo está igual aunque esté peor, porque la repetición nubla la perspectiva y con esto juegan las religiones y la política. Lo de Sánchez, o lo del mundo, parecía insoportable hace un año, y ahora parece más insoportable o quizá igual de insoportable, porque nos hemos acostumbrado o nos hemos olvidado o nos hemos mareado en la noria del tiempo o en la reolina de los caramelos (en mi pueblo había un hombre con ruleta de caramelos, que allí se dice reolina, y era como un san José de verdad).
La Navidad es una cascada parada y un árbol con sombrero, y la Moncloa es un palacio de ceniza. Tendríamos que decir que Sánchez ya está más cerca de caer o de extinguirse, que lo vemos, día a día, entre la combustión espontánea y esos fantasmas que son de visillo. Pero uno ya duda de que pueda cambiar nada cuando todo parece igual, idéntico o al menos simétrico, ahora que nos miramos en la Navidad como en un lago. La infancia está al otro lado de la calle, los besos están al otro lado de la puerta, el tiempo en los grandes relojes navideños parece una tarta perpetua, intocable, inmutable, que no mide nada sino que sólo ilumina la eternidad. Pasan las mismas luces por el cielo que el año pasado (la Navidad es como una constelación encendida por faroleros municipales) y, como creían los astrólogos antiguos, quizá pensamos que deben pasar las mismas cosas que la última vez. O sea nada, porque nunca pasa nada, y los niños y los adultos seguimos pidiendo lo mismo, que nunca llega, y los dioses no terminan nunca su trabajo, y los políticos tampoco, y todo sigue estando por salvar y por hacer, y hasta la ciudad siempre deja un rincón sin alumbrar o sin pintar, como el descorazonador desconchado de un ángel, para que dudemos de Dios o de nuestra esperanza.
La Navidad es la teología de los niños y el columpio de los dioses, y la Moncloa es un palacio de estalactitas. Algo debería cambiar pero no cambia, salimos a ver cómo las farolas se mojan en las fuentes, cómo unos carámbanos de colores punzan el cielo, cómo un Jesusito de alfajor se mece en el balcón, igual que un alcalde, y parece que hemos encendido la primera hoguera del mundo bajo las estrellas ariscas y las deidades desentendidas. Yo creo que todas las religiones cíclicas (la política también lo es) son un tránsito celeste y también muy humano de la esperanza a la resignación y vuelta a empezar, sin salvación posible. En la religión y en la política, la salvación parece que sólo se alcanza más allá de la realidad, así que a lo mejor por eso se nos olvida todo o nos da igual todo, o nos parece que ni siquiera pasa el tiempo, que esta Navidad es la misma que la otra Navidad, que este Sánchez es igual que el otro Sánchez, que esta política es igual que la otra política, que sólo hemos resbalado por el tobogán de nieve para volver a subir.
Tendríamos que decir que Sánchez ya está más cerca de caer o de extinguirse, que lo vemos, día a día, entre la combustión espontánea y esos fantasmas que son de visillo
La Navidad es una madre con niños en la falda, como pájaros, y un dios con pájaros a los pies, como niños, y la Moncloa es un palacio lleno de sarcófagos. Parece que es así desde siempre, o al menos desde hace mucho, que para eso se repiten la iconografía, los rezos, las felicitaciones, los destellos, que nos mecen en una mecida que parece universal, ese vals que tocan los planetas o los dioses (la música de las esferas de Pitágoras) y en el que sólo flotamos. Nada cambia (Parménides), todo se repite (Nietzsche), lo de arriba es como lo de abajo (la Tabla Esmeralda) y el Sánchez del futuro apenas es más frágil que el Sánchez del pasado. Y nos podríamos quedar siempre en esta mitología, en esta alegoría, en la molicie, en la inevitabilidad, en la niñez de los angelitos de la cama o de los angelitos de la política, que a lo mejor es lo que buscan los dioses y los políticos.
La Navidad es un palacio de luciérnagas y ardillas y la Moncloa es un palacio de muertos, y ahora nos creemos que podría ser así para siempre, que parece imposible quedarse sin Sánchez como sin Navidad. En realidad, la Navidad siempre pasa, en algún momento, de alegre a triste, como esas luces navideñas que tiemblan, también para que dudemos de Dios o de nuestra esperanza. Pero en ese momento, o en más momentos, seguramente los más lúcidos, nos damos cuenta de que la Navidad es comerse la luz como fideos y pasar hambre de Dios rodeado de dioses. Igual que la política es comerse la ideología como un corrusco y pasar hambre de gobernanza rodeado de gobernantes. Se nos caen, la Navidad y la política, como la estrella con trenzas del árbol.
La Navidad es un cofrecito de espejos y una bicicleta voladora, y la Moncloa es un palacio de carbón. Nos quejamos de que los dioses están sordos, de que nuestros gobernantes están sordos, de que la ciudadanía está sorda, y más en Navidad que en otra época, cuando todos ellos quieren negar su ausencia multiplicándose en los escaparates. La Navidad es una corona de corcho y un aleteo de luz, y la Moncloa es un palacio sumergido. Pero no les hagan mucho caso a los que venden el infinito o la amargura como bisutería. A pesar de su mitología, la Navidad y el sanchismo se pueden apagar y desmontar en una semana. La verdad es que el ser humano nunca ha tenido paciencia para la eternidad.
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