El chivato dice que está limpio. Abre los brazos como un murciélago con abrigo robado. El chivato tiene el mismo color que el callejón. Y el mismo olor. El olor de la ciudad que cocina al frío y a las ratas en grandes hervores industriales o subterráneos. El policía, el mismo policía de siempre. Puto guardabosques paleto. El policía repite el mote del chivato como el nombre de un gatito. El chivato sonríe con su sonrisa de muro de cementerio caído. Muro habitado por seres y rastros. Le tiemblan las manos y el gaznate. Parece un polluelo calvo de plumaje. El policía repite otra vez su mote, musicalmente. Es como si pasara la porra por los barrotes de sus sílabas antes que por sus costillas. El chivato ya sabe lo que viene a preguntarle. Toda la ciudad lo quiere saber. Pero él lo sabe de verdad. El tesoro de lo que sabe le brilla en la mirada. O es la luz del coche patrulla, alternando el color de sus ojos. Rojo y azul, rojo y azul. Como si en un teatro del Juicio Final Dios dudara sobre su veredicto. El chivato asiente con lo que parece una arcada. Tendrán que protegerlo o no durará ni un día. Y esta vez quiere dinero. Mucho. El policía asiente. No hay problema. Los ojos del chivato ya no cambian de color. Vuelven a ser negros como el callejón. Y como la boca del arma reglamentaria que le apunta a la cabeza. No hay problema. El disparo suena para el muerto sólo como medio disparo”.
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