Hoy nos parece imposible que un Estado deje impunes a los defraudadores e impida a sus funcionarios fiscales conocer toda la verdad de las rentas sujetas a tributación. Estimaríamos incompatible con nuestra condición de ciudadanos la indignidad de un organismo político que incurriera en una desviación de poder tan monstruosa como la expresada. Sólo en una pesadilla podríamos imaginarnos un Estado que atentara contra el interés general, se privara a sí mismo de los ingresos necesarios para sostener los servicios públicos y, burlándose del principio de igualdad ante la ley, se comportara como una organización mafiosa que vela fundamentalmente por los intereses de los que están al mando de la nave y de sus poderosos amigos.

Pues bien, ese Estado hipotético no es una fantasmagoría. Pongamos que hablo de España y del secreto bancario. Ese Estado tan miserable fue una realidad en nuestro país y lo encarnó la dictadura de Franco, incluso en sus períodos más “aperturistas”. La primera Ley General Tributaria (diciembre de 1963) excluía de toda investigación (artículo 111, apartado 2) a las operaciones bancarias. En ese momento era ministro de Hacienda Mariano Navarro Rubio. Con Laureano López Rodó y Alberto Ullastres, Rubio dirigió el grupo de “tecnócratas” ligados al Opus Dei que modernizaron durante más de un decenio (desde finales de los cincuenta hasta la implosión del affaire Matesa en 1969) la economía del franquismo, siendo su hito principal el Plan de Estabilización de 1959. Actualmente, y desde algunos sectores de la derecha española, se reivindica la gestión de los “tecnócratas de la Obra” como si hubieran sido los pioneros imprescindibles en la construcción de los cimientos económicos que años después posibilitarían la transición a la democracia.

Desde luego, cualquiera puede reescribir la Historia a su gusto. Por mi parte, no pretendo desconocer los méritos de las personas que nos libraron de la locura autárquica del primer franquismo. Pero de ahí a identificar a los “tecnócratas” como liberales y adelantados de la democracia existe un buen trecho. Sólo la mayor de las ignorancias voluntarias puede situar en la anatomía de la democracia a ese interruptor de sus funciones vitales que es el secreto bancario concebido como un valor absoluto “erga omnes”.

Hoy nos parece imposible que un Estado deje impunes a los defraudadores e impida a sus funcionarios fiscales conocer toda la verdad

Dicha anomalía perduró hasta la primera legislatura democrática, resultante de las elecciones generales celebradas el 15 de junio de 1977. Empantanada la economía española entre dos severos ajustes de la oferta petrolera (1973, con los precios del crudo multiplicándose por cuatro, y perfilándose en un horizonte próximo -el año 1979- un nuevo aumento del 300%), una insólita situación de estanflación y el comienzo de un desempleo masivo, había que actuar muy rápido para no agravar las insuficiencias del Tesoro Público.

Así, en medio de chirridos estruendosos en la economía española, vio la luz la Ley 50/1977, de 14 de noviembre, sobre medidas urgentes de reforma fiscal. Probablemente la Ley 50/1977 ha sido la norma más decisiva de nuestra reciente historia tributaria, la máquina que puso los fundamentos necesarios para racionalizar los impuestos e introducir la equidad fiscal en nuestro sistema democrático, luego malograda por el mediocre régimen de partidos que padecemos. La Ley 50/1977 gravó con mayor justicia los bienes de lujo, creó el Impuesto sobre el Patrimonio, estrenó en España la figura del delito contra la Hacienda Pública y noqueó en la esfera fiscal el sacrosanto secreto bancario.

El tándem compuesto por Adolfo Suárez y su ministro de Hacienda, Francisco Fernández Ordóñez, abanderó una reforma legal que exigía sin cortapisas el deber de colaborar con la Administración Tributaria a los bancos, cajas de ahorro, cooperativas de crédito y cuantas personas se dedicaran al tráfico bancario o crediticio. La obligación de información de dichas entidades no se limitaba sólo a la identificación de las cuentas y depósitos bancarios, y a la de sus correspondientes titulares. Lo más importante era el deber de información sobre los movimientos, activos y pasivos, registrados en las cuentas.

Ese Estado tan miserable fue una realidad en nuestro país y lo encarnó la dictadura de Franco, incluso en sus períodos más “aperturistas”

Las autoridades fiscales empezaron a disponer desde la entrada en vigor de la Ley (el 17 de noviembre de 1977) de la documentación necesaria para detectar unas rentas sujetas a una tributación ilusoria ya que, Franco mediante, las mismas habían permanecido hasta entonces opacas a la mirada del Fisco. Las entidades bancarias remisas a facilitar la información solicitada por Hacienda quedaban expuestas (artículo 44 de la Ley 50/1977) a la imposición de las fuertes sanciones establecidas en la Ley de Ordenación Bancaria (artículos 56 y 57).
He afirmado al principio de este artículo que hoy nos parece imposible que un Estado deje impunes a los defraudadores e impida a sus funcionarios fiscales conocer toda la verdad de las rentas sujetas a tributación.

Como nos enseña la eliminación del secreto bancario efectuada por la Ley 50/1977, la transparencia fiscal y la interdicción de la arbitrariedad política para no privilegiar a unos contribuyentes frente a los demás son dos reglas de oro de la democracia. Pero, lamentablemente, los gobiernos no siempre están dispuestos a cumplir las reglas del juego democrático. Los gobiernos de uno u otro signo ideológico.

En 1985, las insuficiencias recaudatorias de la Hacienda Pública llevaron al “superministro” socialista Miguel Boyer a adoptar una medida muy curiosa. En vez de hacer frente a los evasores fiscales, Boyer les puso las cosas más fáciles sacando al mercado financiero unos activos estatales opacos conocidos con el nombre de Pagarés del Tesoro. El anonimato fiscal que el Estado garantizó a sus titulares produjo una gran demanda de estos activos. El Estado se financiaba con deuda (remunerada a tipos de interés más bajos que los normales del mercado) renunciando como contrapartida al cobro de los pertinentes impuestos sobre el “capital b”.

En vez de hacer frente a los evasores fiscales, Boyer les puso las cosas más fáciles sacando unos activos opacos conocidos como Pagarés del Tesoro

Era una vuelta sui generis a la fiscalidad de la dictadura, con el agravante de que el Estado le hacía la competencia desleal al sector financiero privado abusando de su poder. El contrapunto lo dieron algunas entidades, como la Caixa (las pólizas de seguro a prima única) o el Santander (las famosas cesiones de crédito), con lo que el “invento” de Boyer embrolló del todo el cumplimiento regular de las obligaciones fiscales y desnaturalizó la función de los mercados financieros. Finalmente, la ingente masa de los Pagarés del Tesoro penetró en los circuitos “formales” de esos mercados (sin coste fiscal alguno para sus propietarios) gracias a la reforma fiscal del ministro Carlos Solchaga de 1991.

Los Pagarés pudieron canjearse antes de que terminara dicho año por otros activos estatales igualmente opacos (los títulos de la Deuda Pública Especial), con un vencimiento programado para 1997, a los seis años de ser emitidos. Los inversores, definitivamente, quedaron limpios de polvo y paja: habían ganado el derecho a la prescripción. Con la impagable ayuda de varios gobiernos del PSOE.

El reverso de la moneda lo puso Cristóbal Montoro con su amnistía fiscal de 2012. El ministro permitió la regularización, a un módico precio, de los bienes y derechos que no se correspondieran con las rentas declaradas, siempre que el interesado fuera titular de los mismos a 31 de diciembre de 2010. El procedimiento de regularización fue anegado por una avalancha de irregularidades sugeridas por el propio Ministerio de Hacienda. No fue la menor la posibilidad de retrotraer a la indicada fecha del 31 de diciembre de 2010 las cantidades en efectivo ingresadas por los “amnistiados” en sus cuentas bancarias en pleno período de regularización, que concluyó el 30 de noviembre de 2012.

En el fondo cuarenta años no es nada. El paso del tiempo no es una garantía de progreso y siempre hay amigotes poderosos de la oscuridad dispuestos a meter la marcha atrás.