La jubilación en sentido contemporáneo –dejar de trabajar y pasar a cobrar una pensión– fue establecida por primera vez en la historia por la Prusia del canciller Otto Von Bismark hacia finales del siglo XIX a la edad de 70 años. En aquél tiempo, la esperanza de vida de una persona de 40 años era de 70 y por tanto la media aún más baja. Los beneficiados eran por tanto una minoría y durante poco tiempo. La jubilación en sentido contemporáneo –dejar de trabajar y pasar a cobrar una pensión– fue establecida por primera vez en la historia por la Prusia del canciller Otto Von Bismark hacia finales del siglo XIX a la edad de 70 años. En aquél tiempo la esperanza de vida de una persona de 40 años era de 70 y por tanto la media aún más baja. Los beneficiados eran por tanto una minoría y durante poco tiempo.

Nueva Zelanda establecería la edad de jubilación –pero condicionada– en 1898 a los 65 años. Más tarde en EEUU, Reino Unido, Francia, Japón, etc. se generalizaría la rebaja de edad de jubilación hasta los 60 años. En Italia y Grecia se llegó a establecer en 55 años para los hombres y en 50 para las mujeres.

Si la edad de jubilación se hubiera mantenido –incluso flexiblemente– en relación con la esperanza de vida no se habría producido la crisis del sistema. El problema surge cuando se han generalizado, aumentado y dogmatizado los derechos frente a las obligaciones: la pretérita relación positiva entre años de contribución y de cobro de las pensiones ha ido disminuyendo progresivamente hasta hacerlas inviables.

Si la edad de jubilación se hubiera mantenido en relación con la esperanza de vida no se habría producido la crisis del sistema

El modelo de pensión por jubilación de “reparto” –un derecho económico de los pensionistas que se satisface con los ingresos corrientes que aportan los trabajadores en activo– comienza a entrar en crisis cuando las nuevas aportaciones no son suficientes para pagar los derechos adquiridos. Tal y como fue diseñado el sistema era evidente que más pronto o más tarde entraría en crisis; exactamente igual que la famosa pirámide de Ponzi. Y frente a la crisis solamente hay dos soluciones: la sueca o la griega. En Suecia, mediante una reforma del sistema para hacerlo viable a largo plazo; y en Grecia mediante la intervención exterior de la economía –los llamados hombres de negro– que reducen drásticamente las pensiones a la cuantía que realmente –sin endeudar a las nuevas generaciones– se puede pagar sin desestabilizar las cuentas públicas.

Parece razonable pensar que la solución sueca, o la que también han seguido otros países como Chile y Australia, que mezclan las pensiones contributivas de reparto con las de capitalización es la más adecuada y bajo cualquier supuesto preferible a la quiebra del sistema.

Parece razonable pensar que la solución sueca, que mezclan las pensiones contributivas con las de capitalización, es la más adecuada

Como cada país es un caso distinto,  no se trata tanto de copiar uno en concreto sino reflexionar sobre la crisis del sistema y las mejores prácticas llevadas a cabo para abordar el problema con seriedad y rigor para hacerlo sostenible a largo plazo. A tales efectos cabe preguntarse quién puede estar en contra de un plan de acción caracterizado por los siguientes parámetros:

1. Sacar el problema de las pensiones del debate político del día a día o electoral para conducirlo a un foro como el del Pacto de Toledo, en el que un equipo de profesionales competentes e independientes –de los que sin duda disponemos– analice toda la problemática del sistema con sus ventajas e inconvenientes para discutirlas hasta alcanzar un consenso político.

2. Establecer los límites de derechos y obligaciones que definirán el perímetro del nuevo sistema: existencia de pensión mínima y bajo que premisas; prohibición de obligaciones para las nuevas generaciones; flexibilidad de la edad de jubilación; equilibrio presupuestario; coexistencia de pensiones de reparto y capitalización.

3. Plantear cuanto antes el nuevo sistema, pero aplicándolo progresivamente hasta dónde fuera viable, para garantizar que la reforma se lleva a cabo cuestionando lo menos posible los derechos adquiridos.

Sin anticipar el resultado en términos concretos, parece razonable pensar que el nuevo sistema de pensiones debería incorporar:

• Un derecho a pensión mínima no contributiva con cargo a los presupuestos generales del Estado.

• Una pensión contributiva de reparto cuya cuantía discrimine los años cotizados sin posibilidad alguna de recurrir a la deuda: sólo se reparte lo que se ha recaudado.

• Una pensión de capitalización  voluntaria pero muy incentivada fiscalmente para aumentar las expectativas de pensión de los trabajadores ahorradores.

• Dentro de ciertos límites –el ejercicio adecuado de ciertas profesiones–  la edad de jubilación debiera flexibilizarse, e incluso no tener límites; eso sí, quien más años haya trabajado y contribuido más cobrará cuando se jubile.

• Compatibilizar el derecho al cobro de una pensión con la posibilidad de seguir trabajando.

¿Quién y con qué argumentos puede oponerse a estas propuestas que además de lógicas conforman el común denominador de las reformas llevadas a cabo por los países más solventes? ¿A qué esperar para llevarlas a cabo?

Jesús Banegas Núñez es presidente del Foro Sociedad Civil