El principal problema de Pablo Iglesias es que se ha creído la leyenda que él mismo ha fabricado sobre su propia figura. “Nosotros somos los bárbaros de Constantino Cavafis”, se autoelogia, se autopiropea en referencia a Podemos en el libro que publicó hace poco: Pablo Iglesias. Verdades a la cara. Recuerdos de los años salvajes (Navona), un libro hecho a su imagen y semejanza, pero que ni siquiera ha escrito él mismo. La edición - es decir, el curro de machaca, el que realmente se ha puesto delante del ordenador a teclear durante horas - ha correspondido a Aitor Rivero, periodista afín que ha transcrito diligentemente lo que le decía Pablo Iglesias. Iglesias sentado en el diván aliviando sus penas; un periodista tomando notas a su lado. En el fondo es la imagen, la metáfora más perfecta de lo que ha significado Podemos: una plataforma donde Pablo Iglesias hablaba de sí mismo, edificaba su figura y su leyenda, y sus bases asentían con la cabeza. 

Memorias a contracorriente

“Lo último que me apetecía hacer tras dejar la política institucional era escribir un libro de memorias. De hecho, no he sido capaz de hacerlo”, se excusa Pablo Iglesias en la introducción del libro. “Las memorias tienen algo de ajuste de cuentas meditado y de vanidad. En los libros de memorias se ejecutan venganzas con precisión de cirujano y se suelen hacer autorretratos generosos con uno mismo”. En esto tiene toda la razón del mundo. El único problema es que él ha hecho en este libro exactamente lo mismo que ha criticado - y, encima, ha dejado por escrito -, porque la obra es una laudatio a su persona y su obra, sin atisbo de autocrítica.

Ernest Folch y Jaume Roures me convencieron de que el acoso que había vivido desde que entré en el Gobierno había que escribirlo

pablo iglesias

Es una retahíla, un lamento de todos los males que, según él, lo han acechado, intentado destruir - a él y a su familia - y aún siguen persiguiéndolo. La temida prensa (los latigazos a La Sexta y a Ferreras son de aúpa), las perversas cloacas, el lawfare (Guerra jurídica) , la conspiración metódica y sumamente bien organizada, milimétricamente orquestada y generosamente financiada para destruirlo a él y a su legado. Él, que como deja entrever en el libro, era una especie de Mesías que venía a salvar la política de todos sus males. Y que, como Jesucristo en el monte del Calvario, tuvo que sufrir persecución y dura penitencia y ser condenado a la cruz por orden de temibles herejes que no entendían la trascendencia de su evangelio. 

Ernest Folch y Jaume Roures simplemente me convencieron de que el acoso que había vivido desde que entré al Gobierno había que contarlo”, reconoce sin tapujos en la primera página. Y acto seguido desvela a bocajarro: “Acepté con una condición: yo no iba a escribir una mierda”. Así, en castellano claro. Por lo que se contactó a un periodista que, supuestamente, le tiró de la lengua. “En la revisión de los capítulos, yo mismo me asustaba de la crudeza y la violencia con la que expresaba algunas cosas”, reconoce Pablo Iglesias en la introducción. “[Aquí] se toparán con lo que, a priori, yo habría querido ocultar: mi vulnerabilidad, mis amores y mis odios, mis enfados y mis bromas”. 

Retahíla de lamentos

Bromas, lo que se dice bromas, hay pocas en el libro, pero lamentos hay muchos y desde el principio. Tan sólo les avanzo que la primera parte del libro se titula, precisamente, 'Acoso'. “Si nos hacían lo que nos hacían era porque estábamos siendo capaces de llegar más lejos que nadie”, entona Pablo Iglesias para explicar el “acoso sufrido durante meses en su propia casa”. “Hubo impunidad durante mucho tiempo y no hubo ninguna solidaridad”, sentencia Iglesias, quien asegura que los primeros manifestantes enfrente de su casa eran agentes de la Jusapol “con una excusa impresentable: la equiparación salarial”. Y prosigue: “Decían que, como allí vivía la ministra de Igualdad y ellos reclaman la igualdad con la Ertzaintza y los Mossos d’Esquadra, tenían derecho a concentrarse en nuestra puerta a apenas 48 horas del Día de la Mujer. Una excusa totalmente absurda que dejaba bien claro el sesgo ultraderechista de Jusapol”. Para Iglesias, la Jusapol es “un sindicato crecido a la sombra de Vox, cuyos miembros estaban saliendo del armario al mismo tiempo en el que el partido de Abascal comenzaba a ganar presencia política”. 

Según Iglesias, aquello se salió tanto de madre que “tuvimos que dejar de salir a pasear con los niños, no podíamos sacar a los perros ni ir a supermercado (…) El acoso llegó a un punto en el que había días en que era difícil dormir a los niños por los gritos de fuera”. El día de su cumpleaños, Iglesias salió a dar una vuelta por el campo con sus hijos y los que merodeaban su residencia “llegaron a gritarme, entre risas, mientras tenía a uno de mis hijos en brazos “¡Feliz cumpleaños, hijo de puta!”. 

Deleznable, desde luego, y totalmente fuera de lugar en una democracia. Personalmente estoy totalmente en contra de y condeno rotundamente comportamientos tan soeces e impresentables. Y lo estoy cuando van en contra de Pablo Iglesias y también, y aquí viene lo importante, cuando van en contra de cualquier persona, sean cuales sean sus ideas políticas. Porque no deja de ser hipócrita quejarse de que rodean tu casa cuando tú has arengado a las masas a hacer lo mismo. ¿Qué pasaba cuando él estaba defendiendo los escraches como “jarabe democrático”? Recordemos que se llamó a tomar el Congreso, a telefonear a miembros del Partido Popular en sus casas, a esperarlos a las puertas de sus domicilios, a increparlos y abuchearlos. Pero esos eran los otros, claro. El enemigo, la oligarquía, la famosa casta de la que se supone que Podemos nos iba a librar. 

“El acoso al que nos sometieron tenía un objetivo político muy claro, un mensaje casi mafioso: “No te merece la pena a la nivel personal. No te metas. No luches, no pelees. No defiendas aquello en lo que crees”. Y luego saca la palabra mágica: los fascistas. “Hay momentos en los que uno tiene que controlar sus impulsos. Vengo de donde vengo y, en mi cultura, a los fascistas se les hace frente con todo. Tengo claro que encararme con ellos, entrar en sus provocaciones o responder a sus insultos hubiera sido algo contraproducente. Sé que, en ocasiones así, no queda más remedio que aguantar. Pero es difícil. Mucho”. 

¿Una víctima?

El libro sigue esta tónica: él es una víctima del sistema. Un elemento anómalo que ha retado a los poderosos y éstos han intentado destruirlo. El problema - e Iglesias es incapaz de verlo - es que su caída tiene más que ver con sus propios errores, sus defectos, sus paranoias y egocentrismo, que en las cloacas del estado. Pero para aceptarlo tendría que hacer autocrítica, y desde luego parece incapaz de hacerlo. 

Pablo Iglesias, como todo burgués que ha abrazado el comunismo, entiende la política desde el mesianismo: él tiene la verdad absoluta, ha sido ungido con la verdad y su propósito en la vida es luchar una cruenta cruzada contra los herejes que niegan su credo. Él es la pureza, un apóstol de un nuevo evangelio. La suya es una concepción casi religiosa, pero de un fervor medieval, maniquea, de buenos muy buenos y malos muy malos. Es imposible hablar o sentarse con alguien que comparta a pies juntillas su credo. Esos son los herejes, personas a las que hay que quemar en la hoguera (o destrozar en las redes sociales en su acepción más moderna). El problema es que es incapaz de ver más allá de esta “narrativa”, por usar un concepto de moda. 

Iglesias tiene razón en una cosa: Podemos lo cambió todo. Nadie lo puede poner en duda. En un momento determinado tuvieron la lucidez de ver lo que nadie en el espectro político vio (o quiso ver): que la gente estaba, simple y llanamente, harta. Harta de unos partidos corrompidos, podridos por dentro y totalmente divorciados de la realidad más inmediata. Mientras unos no tenían para comer, otros se forraban obscenamente; mientras los jóvenes no tenían un futuro, una élite - no siempre brillante intelectualmente, ni mucho menos - se quedaba con todo el pastel. Se necesitaba un cambio y rápido.

Podemos sirvió para vehicular democráticamente una rabia y un descontento que, de otra manera, se hubiera dedicado a quemar contenedores en las plazas. Pero hubo dos problemas: que eran buenos en el diagnóstico, pero no a la hora de proponer soluciones (o, al menos, soluciones viables y factibles); y, sobre todo, y seguramente lo más importante, que en un tiempo récord los que proponían una "nueva política" acabaron adoptando los peores vicios de la antigua. Lo del chalet con dos piscinas que Pablo Iglesias y su pareja, Irene Montero, se compraron chirrió mucho entre unos votantes a los que se les había prometido que los "nuevos políticos" no saldrían de Vallecas y vivirían humildemente.

Por cierto, lo del "chalé" ocupa un capítulo entero en el libro. "Nunca nos hemos arrepentido de la decisión de comprar nuestra casa", defiende tajante. "Que mis hijos se puedan hacer bañar en la piscina de casa conmigo sin que nos hagan fotos y sin que haya ninguna situación agobiante es un privilegio que me puedo permitir y al que no pienso renunciar. Así de claro", establece. Y prosigue: "[Somos] una pareja, los dos hijos únicos; en mi caso, con unos padres con buenos salarios y herencias. Además, había fallecido el padre de Irene y ella también había recibido su herencia. Nos podíamos haber permitido comprarnos un buen piso en Madrid, incluso más caro que la casa que finalmente adquirimos". Sobran las palabras.

Es un ejemplo - otro más - de que Pablo Iglesias ha perdido la visión política que en un momento dado lo encumbró. El problema es que, aunque lo prometió, nunca llegó a "conquistar los cielos".