Una mancha de corrupción ha ensuciado las elecciones del 28-M. Al caso de la compra de votos en Melilla, le siguió el de Mojácar (Almería), y luego el de Albudeite (Murcia), a los que se unió la dimisión por agresión del número dos del PSOE en Santa Cruz de Tenerife, y la imputación ¡por secuestro! del número tres del PSOE andaluz.

La agresión que provocó la renuncia de José Ángel Martín, que iba en el segundo puesto de la candidatura socialista a la alcaldía de Santa Cruz de Tenerife, ilustra la tensión con la que algunos llegan al final de esta dura campaña, mientras que el caso de Maracena (Granada) revela la corrupción local, que sólo aflora a los medios nacionales cuando adquiere tintes novelescos. Peleas, compra de votos y hasta un secuestro de aficionados propio de una película de Berlanga. ¿Qué está pasando?

Cuando faltaban unos días para que se celebrasen las municipales de 1995, el influyente abogado Matías Cortés (Granada, 1938-Madrid, 2019) me dijo mientras paseábamos por El Retiro que, a su entender, las elecciones municipales y, por extensión, las autonómicas, eran las más importantes, "mucho más que las generales, porque es donde se corta el bacalao", argumentó. No le faltaba razón. En ellas se eligen decenas de miles de cargos (muchos de ellos bien remunerados), y se moldea el poder local y regional, que da la posibilidad de manejar grandes presupuestos, repartir prebendas y nombrar asesores a discreción. Son las elecciones que dan la base de poder a los grandes partidos, la red que les permite optar a la gobernación de la nación.

El caciquismo o la compra de votos nos retrotraen a la España de finales del siglo XIX y principios del siglo XX, época en la que el potentado Álvaro de Figueroa y Torres (1863-1950), más conocido por su título nobiliario de conde de Romanones, hizo de la circunscripción de Guadalajara un coto privado en el que la compra de votos era tan popular como la miel de la Alcarria. Ya no estamos en la España de la Restauración. Los super ricos no ejercen directamente la política. No les hace falta. Les basta con utilizar su influencia para que los políticos consideren su riqueza como un bien a preservar por el Estado.

Sánchez ha hecho imposible la idea de una nación común en la que se reconozcan la mayoría de los españoles. La política de bloques ha deteriorado la calidad de la democracia y ha hecho de la corrupción una práctica casi habitual

Pero el cuadro, lo que hemos visto en esta campaña, nos muestra la cara más purulenta de la democracia, esa que no queremos ver. Llegamos a los escándalos de las compras de votos tras la provocación de Bildu de meter en sus listas a etarras condenados por delitos de sangre. El insulto a las víctimas y a todos aquellos que creen que la moral importa no provocó la respuesta que hubiera sido lógica por parte del Gobierno: rechazo de cualquier apoyo de los que siguen justificando el terror. No. Vimos un mohín, casi fingido, de disgusto. Un reproche. Y lo peor, una justificación: no nos gustan, pero nos ayudan a llevar a cabo medidas progresistas.

La democracia se concibe como un medio o una herramienta, una suma aritmética que legitima medios y objetivos. La política se ha leninizado subrepticiamente: si es necesario hay que pactar aunque sea con el diablo.

El encanallamiento de la política, la polarización que se vive entre los líderes de los grandes partidos, y que hace imposible siquiera plantearse la hipótesis de acuerdos entre el PSOE y el PP a escala nacional, permea a los niveles más bajos, haciendo de las elecciones regionales y locales una especie de competición por ver quién se queda con el pastel. No hay transformación social, tan sólo cambio de dueño de la llave de la caja de caudales. La obtención de una mayoría, aunque sea pírrica, o la firma de pactos a veces contra natura para alcanzarla, es el fin que todo lo justifica.

Aventureros y golfillos de poca monta han visto el terreno abonado para obtener un cargo aunque para ello tengan que chapotear en el fango. Hay una responsabilidad de los máximos líderes en ese deterioro que debilita a la democracia, poniéndola en peligro, pero no hay que descargar de la suya a los que, desde su pequeña poltrona, sobreviven y nutren la maquinaria del poder clientelar.

La dinámica de bloques favorece la corrupción a todos los niveles. Los escrúpulos se convierten casi en un lujo. Ante la denuncia de un caso concreto, la respuesta es poner el ventilador. Y es en ese deterioro en el que el presidente Sánchez tiene especial culpa, porque ha supeditado toda su política a sumar una mayoría, a conservar el poder al precio que sea.

Sánchez nos ha acostumbrado a que sea normal decir una cosa o la contraria... si interesa. Su drama, y el de los que sufrimos las consecuencias, es que ha dejado al PSOE en las raspas y tan sólo aspira ya a sumar con su variopinta caterva de socios. No importa si unos quieren la independencia de Cataluña, otros la estatalización de la economía o los de más allá blanquear a los asesinos de ETA. Como en ese afán por ganar a la derecha ha roto todo tipo de limites morales o políticos, es muy complicado construir una idea de nación común, en la que las grandes mayorías se reconozcan y por la que quieran trabajar juntas. Esa idea ha quedado rota bajo el gobierno de coalición encabezado por Sánchez.

Recomponer esa idea de nación compartida debería ser la primera tarea de todo líder político que aspire a gobernar España. Ello implica una revitalización de la democracia que expulse de su seno a todos aquellos que han encontrado en esa profesión la salida lógica y lucrativa a su falta de principios.

Por eso, a la hora de votar, no sólo hay que valorar quién asegura que mantendrá más limpia la ciudad, o quien promete más hospitales públicos, sino cual de todas las alternativas nos ofrece más garantías para mejorar la salud democrática de nuestro país. De eso es, sobre todo, de los que estamos faltos.