Pedro Sánchez ha logrado sacar su investidura adelante con mayoría absoluta en primera votación. Ninguna sorpresa. Los números estaban cantados desde que el prófugo Puigdemont dio su visto bueno a un acuerdo con el PSOE que le garantiza la impunidad y que obliga la humillación de someterse a una verificación internacional sobre el cumplimiento de los pactos.

El presidente hizo algunas promesas en su discurso, la mayoría de ellas ya figuraban en el acuerdo con Sumar, pero no ofreció a la Cámara un proyecto de Gobierno. El grueso de su elocución consistió en atacar a la derecha y a la ultraderecha, situándose él mismo como la garantía de que España seguirá siendo un país democrático.

Hizo tabla rasa de los sucesos que llevaron a la aplicación del artículo 155 de la Constitución en Cataluña, que él apoyó, y le dio la baza a los independentistas de asumir el conflicto catalán sólo como un problema político. A la luz de lo que dijo el pasado miércoles, es como si los golpistas no hubieran sido los independentistas, sino los que defendieron la Constitución, empezando por el Felipe VI.

Utilizó con profusión las palabras “acuerdo”, “concordia”, “pacto”… pero dejó fuera de su manto protector a la mitad del Congreso, a la mitad de los españoles. En lugar de apelar al consenso entre todos -lo que hizo posible tanto la amnistía de 1977 como la Constitución- se limitó a trazar un muro entre él y sus aliados y las derechas. Ya sabemos pues que la legislatura que ahora comienza será para satisfacer a la mayoría dividida y escuálida que apoya al gobierno y cuyo único denominador común es el rechazo, cuando no el odio, a la derecha.

Sánchez se hizo en su intervención una pregunta retórica. “¿Cuándo estaban mejor los catalanes: en 2017 o en 2023?”. La respuesta a esa pregunta es muy dudosa. Lo que no es dudoso es que el clima social, la crispación, entre los españoles es ahora mucho peor de lo que era hace seis años.