Ciencia y Tecnología

Joyas científicas extraviadas en la inmensidad de un museo

Momias, pelo de mamut, dinosaurios y huevos gigantes, entre los hallazgos más destacados

Sobre que guardaba pelo de mamut.
Sobre que guardaba pelo de mamut. | Museo Norris

Un día cualquiera de 2014 un trabajador del museo británico Norris estaba ordenando material almacenado. Entre los trastos descubrió un sobre. En la parte frontal una caligrafía del siglo XIX anunciaba: “Pelo de mamut procedente del Museo de San Petersburgo”. En el envés: "Pelo hallado en perfecto estado en un iceberg de Siberia". Dentro, una madeja desordenada de pelaje de este animal prehistórico. Nada se sabe del remitente. Esta es una de los muchísimas piezas perdidas que aparecen en museos. De cara a la galería son lugares extremadamente ordenados, donde todo está inventariado. En la trastienda, el panorama es bien distinto. A veces se acumula tanto material a la espera de ser revisado y catalogado, que se producen extravíos y hallazgos fabulosos.

Hace unos días el Museo de Ciencias de Buffalo encontró un huevo gigante perdido entre sus cerca de 700.000 piezas. Lo puso una de las aves más grandes que ha conocido la humanidad, el Aepyornis o ave elefante. Medía 3 metros de altura y pesaba media tonelada. Sus huevos eran más grandes que un balón de fútbol. Su yema equivalía a unos 150 huevos de pollo. Vivía en Madagascar desde tiempos prehistóricos con gorilas del tamaño de un gato, hipopótamos pequeños como un perro y tortugas gigantes. Los humanos asaltamos tantos nidos para comer el titánico manjar que extinguimos el ave elefante en el sigo XVII. Tan solo se conservan unos 40 huevos en instituciones públicas. Para más emoción, este huevo inesperado parcialmente fosilizado está fertilizado.

Esqueleto de un ave elefante de 3 metros y su huevo

Esqueleto de un ave elefante de 3 metros y su huevo CC

Si un huevo gigante parece difícil de perder, se queda corto ante el dinosaurio descubierto en el Museo Real de Ontario. En concreto un saurópodo, los animales terrestres más grandes que han existido. El dinosaurio, de la especie Barosaurus vivió hace 150 millones de años en Norteamérica. Alcanzaba los 9 metros de altura y superaba los 27 metros de largo. Los restos fósiles permanecieron ocultos durante 40 años hasta que David Evans fue nombrado conservador del museo en 2007. Cuando estaba de viaje en el Parque nacional Badlandsel, en el oeste americano, en busca de nuevos fósiles, encontró una referencia en una revista científica que indicaba que en 1962 un dinosaurio había sido trasladado a su museo. ¿Qué dinosaurio? ¿Dónde estaba? Cogió inmediatamente un vuelo de regreso para lanzarse a bucear entre archivos polvorientos.

Descubrió que el esqueleto perdido correspondía a un gigantesco Barosaurus. Puso en marcha a todo el personal en busca de los huesos hasta que los hallaron repartidos en varios paquetes en cajones y estantes. Los trozos del dinosaurio estaban a la vista y catalogados, pero nunca habían sido considerados un único espécimen. Pensaban que eran fósiles aislados de distintos animales. Tras reunir los huesos, montaron el rompecabezas y comprobaron que tenían el 40% del esqueleto; todo un hito de la paleontología. Hoy lo llaman Gordo y es una de las piezas estrellas del museo.

Oculta ante los ojos de los trabajadores del Museo Nicholson se hallaba la momia de una mujer. Estaba dentro de un sarcófago del siglo VI antes de nuestra era que corresponde a Mer-Neith-it-es, una sacerdotisa que oficiaba en el templo de Sekhmet. El verano pasado los trabajadores abrieron la caja funeraria esperando encontrar vendas, algún hueso roto y resina, pero se quedaron boquiabiertos al comprobar que la momia estaba casi completa. ¿Sería la momia de la sacerdotisa? “En 1850 las momias eran suvenires muy populares. Cualquiera podía comprar un sarcófago y pedir que le metieran una momia dentro por un extra. Por eso, muchas veces la momia no corresponde con el sarcófago”, explica el conservador del museo Jamie Fraser. Tras su estudio con TAC averiguaron que había restos de un individuo de 30 años. No descartan que la momia sea Mer-Neith-it-es.

Sir Charles Nicholson, rector de la Universidad de Sidney, compró el sarcófago en un mercado de antigüedades egipcio en 1857. Tres años después donó su extensa colección de cientos de piezas a la universidad, que creó un museo con su nombre. Según los documentos de la universidad el sarcófago estaba vacío, seguramente saqueado por ladrones de tumbas del siglo XIX, y por eso no se indagó antes en su interior.

Sarcófago de Mer-Neith-it-es entrando en el TAC.

Sarcófago de Mer-Neith-it-es entrando en el TAC. Macquarie Medical Imaging

Cientos de fósiles de plantas catalogados por Charles Darwin, padre de la teoría de la evolución, y su compañero y mejor amigo el botánico Joseph Hooker, estaban criando polvo desde el siglo XIX en un viejo armario en un almacén de la British Geological Survey, en Keyworth. “Los encontré en unos cajones con la etiqueta de 'Plantas fósiles no registradas'”, describe el paleontólogo Howard Falcon-Lang, del departamento de Ciencias de la Tierra en el Royal Holloway de la Universidad de Londres. Dentro había cientos de portamuestras con fósiles de plantas preparados para ser examinados bajo el microscopio. “Cogí una y en la etiqueta ponía Darwin”, relata. “Es cuando me di cuenta de que tenía algo importante entre mis manos”.

Olvidado en un armario o perdido en una mudanza

Los fósiles se perdieron de la manera más tonta. O más que perderse quedaron abandonados. Todo comenzó en 1848. Entonces la Geological Survey se hizo cargo de la colección de Hooker. Como el naturalista estaba explorando el Himalaya no pudo ayudar a ordenar y catalogar la colección y el trabajo quedó a la espera de su regreso. Cuando volvió en 1851 la colección estaba de mudanza al Museo de Geología en Londres. Luego, en 1935, viajó a Museo Geológico en Kensington Sur. Medio siglo después se trasladó a su actual casa en Keyworth. Con cada uno de estos cambios de ubicación la importancia de la colección se fue diluyendo. Hasta que el interior de aquel cajón vio la luz en 2012.

Olvidado desde 1930 en un armario, el experimento de la gota negra fue redescubierto por John Mainstone cuando comenzó a trabajar en la Universidad de Queensland, en Australia. Es el experimento más largo de la historia. Es un trozo de brea metido en un embudo de cristal. El objetivo es demostrar que este sólido fluye. Así que los científicos llevan desde 1927 viéndola fluir a un ritmo exasperante. Han caído 9 gotas en 90 años. La próxima se espera para 2020.

Lo inició Thomas Parnell, un profesor de física de la Universidad de Queensland. Se ideó como un experimento pedagógico, para enseñar a sus alumnos lo fina que es a veces la línea entre el estado sólido de la materia y el líquido. La brea es un material bastante particular. A temperatura ambiente se comporta claramente como un sólido rígido y frágil. Pero en cuanto se calienta un poquito empieza a ser deformable y se comporta como un fluido, eso sí, 100.000 millones de veces más viscoso que el agua.

En 1938, once años después de colocar la brea en el embudo, cayó la primera gota cuando no había nadie delante. La siguiente se desprendió nueve años después. Tampoco lo vio nadie y Parnell murió poco después. Su asistente de laboratorio, John Mainstone, se encargó de continuar con el experimento. En 1954, siete años después cayó la tercera gota. Cada vez caía antes. Pero también estaba cada vez más olvidado el experimento, guardado en un almacén.

John Mainstone posando con el experimento que rescató del olvido.

John Mainstone posando con el experimento que rescató del olvido. CC

La cuarta gota de brea, lenta y parsimoniosa, cayó en 1962; la quinta, en 1970, y la sexta en el 1979. Está todo apuntado, pero seguían sin prestar atención al experimento hasta que en los locos ochenta llegó su oportunidad: saltó a la fama, por curioso y extravagante. En el 1988 se exhibió en un feria internacional de ciencia en Brisbane, con la casualidad de que la séptima gota cayó justo cuando estaba lleno de visitantes... que no vieron nada. Nadie se fijó. Mainstone tampoco: “Decidí que necesitaba una taza de té o algo así, me alejé, y cuando volví, había vuelto a pasar”. Para la octava, instaló una cámara que grababa de forma continua. La gota cayó por fin en 2000, pero increíble pero cierto, el sistema falló. No grabó. Mainstone murió en 2013 y no pudo ver la caída que sucedió un año después. El sistema de grabación consiguió registrarla, pero fue poco espectacular porque el vaso ya estaba muy lleno de brea. El nuevo custodiador, Andrew White, ha colocado un vaso vacío y una webcam vigila el experimento a la espera de la nueva caída dentro de 2 años. Aún nadie ha presenciado el fenómeno, que tras décadas olvidado en un armario hoy despierta la curiosidad de medio mundo.

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