La tregua llegó en octubre como un haz de esperanza en medio del infierno, un paréntesis en la devastación que desfiguró un territorio del mañana de la isla de La Gomera. Pero desde entonces, la sensación dominante es la de un tiempo suspendido, un territorio que existe y no existe: sin guerra formal pero sin paz, sin horizonte político ni reconstrucción. Un limbo. La Franja de Gaza —despojada, fragmentada, exhausta— vive atrapada entre promesas que no se cumplen y un futuro que nadie parece capaz de articular.

PUBLICIDAD

Desde que comenzó la guerra el 7 de octubre de 2023, la ofensiva israelí en la Franja de Gaza ha causado una destrucción y un sufrimiento de dimensiones históricas. Según el Ministerio de Salud de Gaza y estimaciones del proyecto académico Costs of War, para comienzos de octubre de 2025 habían muerto aproximadamente 67.075 palestinos y unas 169.430 personas habían resultado heridas.

El alto el fuego vigente desde octubre de 2025 frenó la ofensiva más intensa, pero no cerró la herida: los ataques continuaron de forma intermitente y se calcula que cerca de 400 palestinos han muerto desde la entrada en vigor de la tregua. La devastación a escala industrial -incluidos los ataques contra clínicas de fertilidad- llevaron a la comisión de investigación de la ONU a designar como “genocidio” la ofensiva castrense israelí.

A punto de cumplirse tres meses, la reconstrucción no ha comenzado ni existe un mecanismo práctico para activarla. Estados Unidos propuso una hoja de ruta con seis fases: liberación de rehenes, retirada gradual israelí, despliegue de una fuerza internacional de seguridad, desarme de Hamás, creación de un gobierno tecnócrata palestino y reconstrucción estructural de Gaza.

Solo la primera fase se ha materializado parcialmente. La liberación de rehenes se completó -con semanas de retraso por las dificultades de hallar los cuerpos de los rehenes bajo montañas de escombros- y Israel redujo su presencia directa en algunas zonas, pero la fuerza multinacional no se ha desplegado, Hamás no se ha desarmado, la Autoridad Palestina ha quedado ausente del proceso y no existe acuerdo sobre quién debe gobernar el territorio ni bajo qué marco jurídico.

Control israelí y una línea amarilla móvil

La realidad sobre el terreno ha evolucionado más rápido que la diplomacia. Actualmente Israel controla aproximadamente el 53 por ciento de la Franja, incluida buena parte de las áreas agrícolas, Rafah y zonas urbanas estratégicas. El resto del territorio, compuesto en gran medida por zonas destruidas y campamentos improvisados, está bajo administración de facto de Hamás.

La llamada línea amarilla, demarcada tras el repliegue, opera como frontera física con muros de hormigón, carreteras militarizadas y fortines. Fuentes diplomáticas coinciden en que, si no hay un movimiento político firme, esta división puede consolidarse como un mapa permanente. Como un nuevo hecho consumado en un siglo de conflicto. Y observadores sobre el terreno denuncian, además, que "es una línea móvil" que va cambiando su extensión al capricho de Tel Aviv.

La destrucción material también es masiva y tiene efectos duraderos. Según estimaciones de agencias humanitarias de la ONU, más del 65 por ciento de las viviendas de Gaza han sufrido daños o han quedado completamente inutilizadas. Hospitales, escuelas, carreteras, sistemas de agua y alcantarillado se encuentran parcial o totalmente destruidos. Un informe técnico de la ONU señala que la capacidad médica operativa en la Franja es inferior al 20 por ciento respecto a la existente antes de la guerra. A ello se suma el deterioro de miles de tiendas de campaña debido a inundaciones y fenómenos climáticos que han impactado en los campamentos más poblados.

Una carnicería sin fin

Para la población civil, el alto el fuego no se siente como un final ni como una transición. La periodista gazatí Ghada Ouda, entrevistada en El Independiente, lo resumió así: “Tenemos miedo, hambre y cansancio, pero no dejaremos de informar hasta que acabe esta carnicería”. Durante 2025, este diario ha seguido cumpliendo su compromiso de informar desde ambos lados, proporcionando espacio a voces acalladas que aún consideran posible un futuro compartido entre palestinos e israelíes.

La ayuda humanitaria llega pero no a la escala necesaria. El combustible continúa restringido, los hospitales funcionan con generadores cuando hay electricidad, y la escasez de medicamentos básicos provoca colapsos sanitarios recurrentes. Las organizaciones que operan en el terreno advierten de que, sin reconstrucción, miles de personas permanecerán durante años viviendo en tiendas o en ruinas de edificios demolidos. La falta de agua potable y saneamiento amenaza con agravar aún más las enfermedades infecciosas.

El futuro de Gaza depende hoy de decisiones que no están sobre la mesa de manera operativa. Israel rechaza que la Autoridad Palestina retorne a la administración del enclave. El primer ministro Benjamin Netanyahu sigue insistiendo públicamente en que “no habrá Estado palestino”. Hamás mantiene influencia y rechaza entregar las armas sin garantías políticas. Estados Unidos promueve un marco transitorio, pero no tiene aún apoyo suficiente para una implementación concreta. Europa y los países árabes condicionan su financiación a un marco de gobernanza claro, que no existe.

El resultado es un territorio en suspenso. Sin guerra abierta, pero sin paz. Sin reconstrucción, pero con destrucción estructural acumulada. Sin un plan civil, pero con una partición de facto establecida. Si este estado intermedio se prolonga, Gaza puede quedar atrapada durante años en un limbo que cronifique la emergencia humanitaria y debilite cualquier posibilidad futura de solución política, alimentando una violencia sin fin. El reto ya no es solo poner fin al conflicto, sino impedir que ese final llegue diluido en un presente perpetuo. Gaza no vive en posguerra: vive en pausa.

PUBLICIDAD