Francesc Homs, ya ex portavoz en el Congreso del Partit Demòcrata Europeu Català (PDeCAT), perdió el 29 de marzo su acta de diputado. Su destierro del Parlamento español, como todos sabemos, responde a la condena de trece meses de inhabilitación para el ejercicio de cargos públicos que le impuso el Tribunal Supremo por su participación en la consulta ilegal del 9-N.

Muchos se han alegrado de la salida forzosa del político separatista catalán del Palacio de la Carrera de San Jerónimo. Yo no. Yo siento dentro de mi corazón mucha pena, penita, pena por el exilio parlamentario de don Francesc, aunque se trata exclusivamente de un dolor intelectual porque ni el cariño ni el desafecto hacia el susodicho pertenecen a mi acervo sentimental y por ello ninguno de los dos toca mínimamente mis fibras nerviosas. Mi única preocupación por el futuro del ex portavoz del PDeCAT es la misma que palpita en mi interior respecto a la preservación del ecosistema político que, a pesar de todos sus defectos, viene garantizando desde la muerte de Franco una convivencia civilizada entre todos los españoles de bien, de todas las tendencias y obsesiones políticas, incluidos –aunque los que voy a designar a continuación no lo reconozcan explícitamente- los independentistas catalanes.

En ese escenario imperfecto pero razonablemente integrador figura (me imagino que ahora con nuevas funciones dentro del Principado) el para mí entrañable -sin fecha de caducidad- don Francesc Homs. A partir de este momento voy a echar muchísimo de menos sus estupendos lapsus y actos fallidos, que han probado lo que verdaderamente son don Francesc y sus conmilitones: si no unos auténticos españolazos a calzón quitado, sí los legítimos propietarios de un inconsciente colectivo que, al observar los mapas, se cercioran de que Cataluña no es una isla. Sólo en el restaurante Pepe, en el fondo de Despeñaperros, creen que en la actualidad todos los catalanes tienen la obligación moral de aporrear las baquetas del Tambor del Bruch. Yo considero que es mejor un poco más de modestia y un poco menos de histeria patriótica.

Dos retóricas contrapuestas, un interés común

No me parece necesario insistir otra vez en las diferencias que, en el mundo de las ideas políticas, separan abruptamente al partido Ciudadanos y a la organización heredera de Convergencia Democrática de Cataluña. Esas diferencias de estilo político y personal que han forjado la relación de enemistad visceral que define el lenguaje que cada uno utiliza para hablar del “otro”, del que tiene su campamento más allá de la trinchera que divide a dos ejércitos supuestamente preparados para el combate. Parece imposible que entre los afiliados y votantes de ambos grupos se dé una conexión distinta de la recíproca animadversión activa o el desprecio mutuo. Sin embargo, una cierta relación de aproximación también les une en bastantes más ocasiones de las que están dispuestos a confesar. ¿Cuál es el motivo de ese acercamiento, sobre todo por parte de las huestes separatistas? Yo, parafraseando  a Milan Kundera, le pondría este nombre de mujer: “la insoportable restricción de la realidad”.

La fea realidad

Señoras y señores: pintan bastos, porque en el caso que les voy a contar la realidad es muy fea. Ninguna madre es responsable de la fealdad de sus vástagos, no quiero humillar a ninguna progenitora. Pero tampoco debo callar que los hechos que unen a dos tipos guapitos y sin embargo tan opuestos como Albert Rivera y Francesc Homs dibujan una triste, desnortada y muy poco halagüeña realidad. Lo lamento por  su inocente progenitora, pero estoy obligado a hablar de “la realidad Montoro“. No puedo silenciar el tesón empleado continuamente por el ministro para pasarle la patata caliente a otros, sacar dinero como sea de debajo de las piedras y cerrar completamente los ojos para no ver los injustos destrozos que causa a los contribuyentes que elige como víctimas propiciatorias.

Nadie ignora que la recesión iniciada en 2008 ha sido especialmente nefasta gracias a una contribución imprevista del Estado, a la pésima gestión, excepciones aparte, del conjunto de las Administraciones Públicas. Sin entrar en otros capítulos de la gestión administrativa, bastará recordar que la morosidad y el retraso en los pagos a sus proveedores por parte del sector público han dificultado el tráfico económico entero de nuestro país. Esa actitud negligente ha arruinado a muchas empresas españolas, liquidando la Administración a su antojo -sin reconocimiento de la propia culpa y sin solicitar el perdón de los individuos destruidos- miles de negocios privados y poniendo de patitas en la calle a decenas de miles de trabajadores. Con esos antecedentes casi penales, lo menos que se puede pedir es que el Ministerio de Hacienda no aplique a sus créditos la más dura versión de acero de la ley del embudo y no forje en hierro su vara de medir y flagelar las espaldas de los contribuyentes con problemas. Sin embargo, iba a ser que no: salvo en los inicios de la crisis, la regulación de los aplazamientos y fraccionamientos de las deudas tributarias ha sido muy rígida y muy poco compasiva con la mayoría de los contribuyentes afectados.

La regulación de los aplazamientos de las deudas tributarias ha sido muy poco compasiva con la mayoría de los contribuyentes

El campeón de esa cruzada recaudatoria contra el aplazamiento de los pagos tributarios se llama Cristóbal Montoro, un atleta fiscal que ha batido su plusmarca personal con la aprobación del Real Decreto-ley 3/2016, de 2 de diciembre. Sin duda, porque las cuentas públicas siguen sin cuadrarle. Muchos son los damnificados por dicha norma, pero sorprende la saña injustificada –malhechores y desaprensivos aparte, que siempre existen- con la que ese Decreto-ley tritura a miles de autónomos y pequeños empresarios. Aunque la facundia del ministro no nos depara por el contrario sorpresa alguna: es la de costumbre. Según el titular de Hacienda, el endurecimiento legal de los aplazamientos se basa en que tanto las pequeñas y medianas empresas como los trabajadores autónomos pueden acceder sin ningún problema a la financiación bancaria y a los mercados financieros. Creo que Cristóbal Montoro nunca ha sido un objeto biográfico para la sabiduría popular. Hace años una vieja beata segoviana me dijo (cito de memoria) “que antes vería a una vaca volar que a un cristiano mentir”. Su cuñada, un poco más realista o quizás un poco menos del PP y, en cualquier caso, sin hilar muy fino en esta trama argumental, reprendía así a su pariente: “¡Pero qué tonterías dices, Joaquina! Si se pilla antes a un mentiroso que a un cojo…”. Sea como fuere y en mi modesta opinión, la tía Joaquina nunca ha visto ni por el forro a nuestro siempre sincero, discreto y convincente ministro de la Hacienda Pública.

Montoro es el pegamento que une el agua y el aceite al sentar una doctrina errónea sobre el acceso al crédito externo por parte de las empresas, sin consideración alguna sobre su tamaño. La miopía del ministro está causando un grave perjuicio al tejido productivo español, cuya base la forman precisa y fundamentalmente las pymes y los trabajadores autónomos. Por eso y como representantes del interés general de nuestro país, el partido Ciudadanos y Francesc Homs Molist (en su condición, ahora periclitada, de diputado y portavoz del PDeCAT y miembro del Grupo Parlamentario Mixto en el Congreso), si bien con iniciativas técnicas diferentes, han aunado sus fuerzas con la finalidad de mejorar la posición de los trabajadores autónomos y las pymes de cara a la obtención del aplazamiento o fraccionamiento de sus deudas tributarias para solventar tensiones coyunturales de tesorería. En dicho sentido, las dos organizaciones se han subido en marcha a la “Proposición de Ley de Reformas Urgentes del Trabajo Autónomo”, actualmente en tramitación en el Congreso de los Diputados.

La miopía del ministro está causando un grave perjuicio al tejido productivo español, cuya base la forman pymes y autónomos

Con sus respectivas enmiendas al expresado texto legal (la número 6 por parte de Ciudadanos y la número 90, firmada por Francesc Homs), ambas partes pretenden neutralizar o derogar los preceptos del citado Real Decreto-ley 3/2016 más nocivos para la holgura financiera de los pequeños empresarios. Homs, apartado del Congreso por una resolución judicial, contemplará desde otra esquina el resultado final de su iniciativa parlamentaria. No importa la defenestración de Homs. Lo que realmente nos interesa es la voluntad política, aunque esté depositada en el sótano del inconsciente colectivo, del mencionado independentista catalán. Lo que verdaderamente vale es su intención de apoyar a las pymes españolas, si bien supongo que su deseo íntimo se refiere a los trabajadores autónomos y a las empresas de Cataluña. En cualquier caso, su voluntad de participación en el poder legislativo español demuestra que el sr. Homs comprende y asume el principio de realidad. Demuestra que, en contra de su retórica ideológica habitual, Homs entiende perfectamente que la próxima desconexión catalana del Estado es sólo una nana infantil. Resulta obvio que don Francesc Homs no ama a España. Pero tanto él como sus contrarios también tenemos la certeza de que el independentismo catalán ni sabe ni puede vivir sin ella.

La independencia catalana es una fantasía religiosa. Muy distintos son algunos actos políticos particulares de los teóricos separatistas, como la enmienda parlamentaria ya comentada del sr. Homs. La fantasía propone a sus partidarios la ilusión de poseer el  coraje, la virtud  y la testosterona de Hércules. La enmienda de Homs es un acto fallido que anula la esperanza de realidad de su fantasía. Su enmienda es un deseo inconsciente de realidad, una apuesta a favor de que la verdad reprimida por la fantasía de la separación retorne definitivamente. Es una oración laica que pide un auxilio indispensable para el catalanismo, la necesidad de escribir un relato político para adultos. Los que no comulgamos con sus desmanes debemos, sin embargo, estar dispuestos a salvarlos de sí mismos.