Crece en Cataluña la sensación de que nos acercamos al desenlace del proceso soberanista cuyo inicio oficial suele situarse en septiembre del 2012, coincidiendo con la decisión de Artur Mas, que, deslumbrado por la exuberante manifestación de la Diada de aquel año, convocó elecciones convencido de obtener una mayoría “excepcional” o “indestructible” a favor del eufemístico “Estado propio”. Sí, aunque ahora parezca mentira, CiU jamás se presentó a unas elecciones con un programa nítidamente independentista.

Los líderes de Convergència siempre menospreciaron el peso electoral de sus socios de Unió. Sin embargo, no parece desatinado pensar que la presencia moderadora de los democristianos de Duran i Lleida resultara determinante en el éxito de una federación que en sus buenos momentos logró atraer a votantes de lo más diversos desde el punto de vista -entre otros- de los sentimientos de identidad. Se trata de un aspecto crucial -diga lo que diga el diputado Rufián- en una sociedad como la catalana en la que el sentimiento mayoritario de los ciudadanos nunca ha dejado de ser el de “tan catalán como español” (38%) y en la que, según la última encuesta del CEO (Centre d’Estudis d’Opinió), solo un 19,8% se siente exclusivamente catalán. El resto, la inmensa mayoría, se siente español en mayor o menor medida.

Conviene recordar que ese sentimiento de identidad dual está mucho más extendido en Cataluña que en otras realidades cercanas como Escocia, donde el porcentaje de ciudadanos que dicen sentirse tan escoceses como británicos se sitúa -según la última encuesta de YouGov- en el 29% mientras que el 28% se sienten sólo escoceses.

Sentirse español no significa emocionarse con himnos, banderas y mitos fundacionales

Sentirse español, por cierto, no significa necesariamente emocionarse con himnos, banderas y mitos fundacionales, sino considerarse parte de una comunidad humana con “continuidad” en el sentido que le da al término Julián Marías, es decir, teniendo por supuesto en cuenta el pasado, pero sobre todo el futuro, el elemento proyectivo que da sentido a la expresión “nosotros los españoles”. Y los catalanes, muy mayoritariamente, seguimos teniendo muy presentes al resto de los españoles, nos sigue preocupando especialmente su suerte; nos seguimos sintiendo solidarios y singularmente concernidos por lo que ocurre en otras partes de España; seguimos votando en las elecciones generales y tomando a diario decisiones que demuestran que, a pesar de la retórica de la confrontación que preside nuestro debate público, seguimos muy conectados al conjunto de España.

Continuamos en la convicción -por decirlo en términos orteguianos- de sabernos españoles en mayor o menor medida, por suerte con diferentes acentos y visiones de España -también de Cataluña, por cierto-, pero en todo caso seguimos contando en nuestra vida cotidiana con  el proyecto sugestivo de vida en común del que hablaba Ortega. La principal trampa del llamado “derecho a decidir” es que su ejercicio podría acabar privándonos de nuestro derecho a seguir codecidiendo con el resto de los españoles sobre esa realidad de la que los catalanes nos sentimos parte esencial. De ahí que resulte tan inconsistente la pretensión de que uno puede ser independentista sin dejar de sentirse español.

La secesión supondría el éxodo de muchos catalanes que no querrían dejar de decidir sobre las cosas de España

Digan lo que digan los independentistas, uno no puede separarse del Estado español sin desentenderse del resto de los ciudadanos españoles, de la misma manera que no es posible separarse de la Generalitat sin abandonar a su suerte al conjunto de los ciudadanos de Cataluña. En cualquier caso, no parece demasiado ventajoso el empeño del Gobierno catalán en precipitar la ruptura de ese espacio de convivencia y solidaridad entre ciudadanos y obligarnos a elegir entre seguir decidiendo como catalanes y españoles o empezar a hacerlo exclusivamente como catalanes. O exclusivamente como españoles, pues a nadie se le escapa que, llegado el improbable caso, la secesión supondría el éxodo de muchos catalanes que no querrían dejar de decidir sobre las cosas de España, ni convertirse en extranjeros en su tierra.

Lo reconocía con su natural desinhibición el juez y ex senador Santiago Vidal. Según sus inquietantes pesquisas, más de la mitad de los jueces con destino en Cataluña “se irían a su país, España”, en caso de independencia, lo cual constituiría en opinión de Vidal una buena noticia para la flamante república, que se libraría así de “quintacolumnistas”. Lo mismo pasaría con fiscales, policías y otros funcionarios del Estado destinados en Cataluña, que, en palabras ufanas de Lluís Llach, “sufrirán” y “serán sancionados” si no acatan las leyes surgidas de la ilegalidad. Otro tanto ocurriría con empresarios, autónomos y ciudadanos de a pie de esos a los que, en palabras del juez Vidal, el Gobierno catalán tiene “fichados de forma ilegal”.

Es duro, pero, llegados a este punto, hay que empezar a hablar claro. Nótese que lo digo con pesar, como hijo de uno de esos jueces a los que Vidal denomina quintacolumnistas, un hombre enamorado de Cataluña que hace casi cuarenta años eligió Barcelona, pudiendo elegir cualquier otro destino de España, para formar una familia y seguir desarrollando su carrera y aportando su inestimable capital humano a la sociedad catalana.

Quizá Vidal habló más de la cuenta, pero no hay duda de que sus palabras traslucen la naturaleza necesariamente excluyente del proceso soberanista. Cabe preguntarse hasta cuándo piensan los independentistas seguir tratando de soslayar las ominosas consecuencias de su proyecto rupturista, que, en lugar de avanzar hacia una Cataluña rica y plena, nos abocaría a una Cataluña mermada y dividida.