Ha salido Teresa Jordá, consejera de Agricultura de la Generalitat, bebiéndose un vaso de leche cruda como si Drácula se bebiera un barreño de sangre. Hemos pasado ya todas las modernidades del humanismo y de la ciencia para volver a ser un vampiro de cabras o un troglodita que come pulgones. No es que la consejera se haya convertido de repente en zombi, con esa hambre de cosas palpitantes de los zombis, sino que la Generalitat catalana, quizá por estar amasada de mito y pasado como la receta de un queso, ha aprobado que se pueda comercializar la leche cruda, natural como la mierda cruda.

La consejera, con pinta de moza segadora y pelo de choza, trataba de normalizar eso de tragar la leche como recién meada y decía que “el valor biológico y gustativo de la leche cruda de vaca es espectacular”. No hay que despreciar el valor biológico de un patógeno, de una buena bacteria de las de cagarte o matarte, tan crudas como la leche y como la vaca de la que salen.

La sabrosa listeriosis, la apetitosa brucelosis, todo por gula, porque la leche pasteurizada o esterilizada no tiene más diferencia con la cruda que el sabor (en cuya grumosidad podemos imaginar casi de todo). Pasteur, que es como el Einstein o el Freud de las vacas, seguramente era un exagerado o un presumido que no pretendía acabar con muertes y enfermedades por beber leche de vaca o de mosca tal cual, sino sólo tener esa fama de barbita del siglo, de dar nombre a un colador y de tranquilizar a damas nerviosas. Sin duda, hervir un poco la leche en un pote, que no es lo mismo pero no tiene nombre de nadie, es más natural. En realidad, no hay nada más natural que la muerte, sea por la leche o la coz de la vaca.

En realidad, no hay nada más natural que la muerte, sea por leche o por coz de la vaca

Beber leche cruda no te convierte en Heidi, sino en bobo. Pero no se trata de gula ni de economía, claro, sino de esa filosofía reaccionaria, ese desnortamiento del ignorante en un mundo científico y tecnológico que no entiende, al que achaca males físicos o sociales, y ante el que contesta con la negación y la involución. Los tomates ya no saben a tomates, así que seguramente es mejor volver a no vacunarse, por si regresa el tomate del abuelo como en un anuncio de gazpacho. Sí, los argumentos son más o menos así.

El hospital entra dentro de un capitalismo de cuchillería, hace del parto de la mujer un negocio como de matanza porcina, así que voy a parir en mi casa en cuclillas, directamente sobre el mocho. La enfermedad es una industria, así que no voy a tomar medicinas, que es lo que te pone malo, sino a frotarme con ortigas y a beber homeopatía, que es como beber rocío (como si el curanderismo y la homeopatía no fueran otro negocio). La radiación electromagnética me suena a Chernóbil o a monstruo del espacio con tentáculos, así que el wifi, y hasta los 40 principales, me tienen que estar creando un tumor de tamaño de madeja en la cabeza. El león come carne y mata por ella, así que la carne me vuelve asesino, es más moralidad que proteína (sobre todo porque nadie ve famélico a un león harto de gacela). El ridículo argumentario se acerca más a la magia simpatética (lo similar produce lo similar) y al útero sentimental que a otra cosa. Y más al Neolítico que a una nueva Edad de Oro.

Jordá es una feria medieval para las bacterias, para la superstición y para la política

A Teresa Jordá, que es toda un feria medieval para las bacterias, para la superstición y para la política, no le importa que la leche cruda tenga un riesgo de contaminación 150 veces mayor. Pero es que, en su día, desde el Congreso, calificó de “escandaloso” que la Seguridad Social no diera cobertura a los usuarios de homeopatía y otras memeces, y pidió al Gobierno que lo remediara. Creo que no mencionó el agua bendita ni el vudú, seguramente por falta de espacio. Pero peor que Teresa Jordá bebiendo crudo y caliente a un animal como en un aquelarre, son las imágenes de los cánceres podridos por las pseudoterapias que han denunciado los profesionales del Hospital de Girona, y otros. Puede que a su doctrina sólo le quede pedir autos de fe, antorchas por la calle y ajusticiamientos en las plazas para volver a su querido 1714, o incluso antes. O no, creo que ya gastan todo eso también. Aunque quizá su ADN mutante, superior, los proteja.

En el verano los vemos más, se exhiben como nudistas sin gluten y sin oficina, los crudívoros con barba hasta la picha y picha de zanahoria y anemia santificada, los antivacunas como románticos enamorados del tétanos y la viruela, la gente que dice que la Tierra es plana como su cabeza, las mujeres que prefieren parir en un barreño como si se bañaran en el caluroso Oeste. Y toda una iglesia puritana alrededor de la pseudociencia, del cagajón natural, de un precioso Medievo de gallinas y ratas y bultos en la ingle y brujas con verruga curativa. Una iglesia y un espantoso negocio.

No hay nada más natural que la muerte, que es el mecanismo de la evolución, ya ven. Se los llevarán la leche cruda, las bacterias, las hemorragias, la ensaladilla de chiringuito que nos llama a la perdición como otro muslo sudado. Se los llevará el mismo Darwin aunque lo caricaturicen de mono de Anís del Mono, donde dicen que está de verdad la caricatura de Darwin. Uno, desde la altivez de este siglo y de la ciencia, lo advierte, pero tampoco puede evitar que quien lo desee se suicide con leche cruda de vaca o burra, un poco como Cleopatra en la Costa Brava.