Del cuerpo, como de aquel tigre del poema de William Blake, lo que nos asusta es su “terrible simetría”. Los bomberos de Zaragoza tienen cuerpo de tigre ardiendo, aunque el tigre está ardiendo siempre, exactamente como los bomberos, y eso es demasiada naturaleza y demasiado poder. Que los cuerpos llamen a los cuerpos con el cuerno de caza de su propia carne, que la belleza llame a la belleza con los ojos rasgados de los labios y de los muslos entreabiertos, y sin que nadie los controle.

Éste es el miedo que ha tenido Dios desde el principio, aunque no sólo Dios, también todos los que ven el ser humano siempre dentro del servicio a un sistema, sea teológico, político, social o moral. Esto es lo que significa el puritanismo, no tanto negar el sexo o el cuerpo, sino asignarle un oficio para Dios o para la ejemplaridad de la comunidad o del Estado.

Los de Podemos, que rigen el ayuntamiento de Zaragoza, han censurado el calendario solidario de los bomberos porque ahí no hay ejemplaridad, sólo bultos llamando a otros bultos. Son puritanos como la mayoría de la izquierda, estatistas hasta en los calzones. Una braga al aire, por ejemplo, les vale como liberadora, o sea como manifiesto, pero no como gesto de voluntad o libertad en sí. Si en esa misma braga al aire aprecian, sin ir más lejos, que se presenta complaciente o sumisa ante el heteropatriarcado, la revierten en anatema. Su concepto de moral es el de una moral concurrente, en este caso con la ideología, como para otros lo es con la religión. Son en realidad beatones que llevan la mitad de la vida metiéndose con Dios y con las iglesias, y la otra mitad intentando copiarlos.

Los de Podemos han censurado un calendario solidario de los bomberos de Zaragoza

Los bomberos no son cuerpos, no son deseo ni belleza, siquiera la belleza de estatua, clasicista, vitruviana, de academia de dibujo; menos la belleza de poner al ser humano como compás de toda la naturaleza, que ahí comienza la modernidad. Los bomberos, en pelota o en mural, igual que otros particulares, deben ser instrumentos para esa imagen concurrente del hombre con el Estado, del individuo con la sociedad.

Y esa imagen suya es una especie de planisferio donde no es que hayan allanado las alforzas con el músculo ni la belleza con la fealdad, sino la inteligencia con la estupidez, el esfuerzo con la flojera, el conocimiento con la burricie y la excelencia con la mediocridad. No se concibe la igualdad como reconocimiento en los demás de la misma naturaleza humana, ese reconocimiento que ya permite el diálogo e incluso la controversia desde un mismo plano, con los mismos deberes, obligaciones y reglas de juego. No, se concibe la igualdad como aplastamiento o picadillo informe de todo, como cuando se nos mezclaba la plastilina y quedaba ese color mierda que a lo mejor es el color verdadero del mundo, pero con el que no se puede pintar ni construir nada por encima, nada bello, nada admirable.

El cuerpo puro, el cuerpo sin más, se niega reduciéndolo a procrear o a santificar una mesita de noche, pero también encerrándolo en una misión pedagógica, evangelizadora, sea por la igualdad o por la normalidad o por la salud mental de esa mayoría de feos que siempre habrá, y más en Podemos, donde cultivan la fealdad como rebeldía. El cuerpo para el Estado, el cuerpo para una causa, el cuerpo para Dios, que encima no lo quiere para nada. Para cualquier cosa, menos para lo que está hecho el cuerpo, que es para desear a otros cuerpos con todos sus ojos y para trazar la primera frontera con el mundo, o sea afirmar el yo, tan peligroso.

El cuerpo puro se niega reduciéndolo a santificar una mesita de noche

No hay más pecado que el cuerpo, contra el que luchan Dios y la política más que contra la guerra o el sufrimiento. El cuerpo es la naturaleza, es lo que nos hace vernos como animal o como barro, sin dioses ni almas ni funcionarios dentro, sólo lanzas de sangre y cavernas de flores. A partir del cuerpo, frontera del ser, construimos nuestra idea de la identidad y además la idea del otro, del otro como nuestro igual porque asumimos en él nuestros mismos pensamientos, deseos, necesidades, placeres, limitaciones. El cuerpo niega a los dioses, a las almas, al Estado, porque se basta por él mismo. Es peligroso porque desde el cuerpo se planta la conciencia de uno mismo ante el resto del Universo. Es peligroso porque atendiéndolo podemos ver que no hay otro bien que el placer, la ausencia de sufrimiento y el disfrute del amor y de la inteligencia, cosa que enseguida choca con los deberes que imponen las patrias, las clases o los dioses.

El cuerpo tiene una belleza intrínseca, como la tiene una piedra mojada, un pájaro raro o incluso un cataclismo, la de lo contemplado, la de lo palpitante, la de lo maravilloso, y ahí todos los cuerpos son bellos. Pero luego está la belleza civilizatoria, la que hace posibles el arte, la emoción estética, el Cantar de los Cantares que se le escapó a Dios en la Biblia, el Miguel Ángel de los muslos de luz cubicada, el Klimt que enjoyaba los besos o el Baudelaire que sangraba el vino de los amantes. Y también la belleza de los bomberos desnudos como el tigre desnudo de sus llamas, o la de las mujeres desnudas como la naturaleza desnuda en su fruta.

No se puede negar el cuerpo en su libertad, desnudo o tapado, erecto o dormido, duro o fofo. Y tampoco se puede negar el cuerpo en su belleza, más que nada porque la propia belleza nos estalla en los ojos, en las palabras y en la misma carne que nos hace de espejo. Sólo los castrados morales y estéticos pueden impugnar esto, encapuchar esto, envilecer esto. El cuerpo, la libertad, la belleza, la terrible y peligrosa simetría de tigre que nos estremece en todo esto. Todo lo que irrita a Dios y a Podemos.