Érase una vez una trabajadora andaluza que quería ser concejala de su pueblo, la noble villa de Cádiz. Figuraba desde hacía muchos años en la plantilla de una empresa pública cuando, de repente, le picó el gusanillo de la política (no se equivoque el lector, no es mi intención sugerir que la política española sea la afición favorita de los gusanos). La política municipal consumía casi todas las reservas físicas e intelectuales de Marta (que es el nombre de pila de la empleada). A costa de su trabajo, pero no de su salario, que seguía recibiendo íntegro mientras arengaba a sus vecinos.

Durante más de un año, el polvo alfombró la mesa de trabajo de Marta. Una araña, cada vez más gorda, se columpiaba en su lamparilla. Sus compañeros casi habían olvidado su cara. Pero en su faceta pública Marta era una sierva voluntaria del estajanovismo más productivo. Marta, en la arena política, galopaba sin concederse una tregua.

Participaba en la actividad de control del gobierno local, en las deliberaciones del pleno de la corporación, votaba en todos los asuntos sometidos al escrutinio de los concejales, estudiaba las cuestiones con todo detalle antes de emitir su voto y, por último, intervenía sin descanso en las comisiones informativas. Marta era un volcán político en erupción continua, una corriente de energía perpetua.

Como la empresa pública no es de nadie, Marta fue invitada a abandonar su empleo pisando una moqueta roja. La Agencia Pública Andaluza de Educación (adonde la empleada sólo acudía para recoger el cheque mensual) puso a Marta de patitas en la calle aunque muy bien equipada.

Marta fue despedida por sus reiteradas faltas de asistencia al trabajo por su vocación política

No la despidió por incumplimiento del contrato laboral sino por la causa objetiva que regula el artículo 52.d) del Estatuto de los Trabajadores. Concretamente, por las faltas de asistencia al trabajo, ocasionales y no obstante reiteradas, pero completamente justificadas por su vocación política. La profesión y la vocación, que diría Max Weber. En resumen: a la trabajadora se le ofreció la indemnización legalmente prevista.

Marta no se conformó. A la carta de despido opuso su derecho a permanecer en la empresa y, naturalmente, a seguir cobrando sus haberes íntegros. Demandó a la empresa ante los jueces y tribunales competentes del orden social. Agotó la vía jurisdiccional. Y perdió. Derrotada en todas las batallas que había emprendido, a Marta sólo le quedaba un cartucho, al menos en España.

Marta pidió el amparo del Tribunal Constitucional (TC) y aquí, dando por buena la pólvora malgastada en el camino, logró la victoria única, final y por goleada. En el conflicto entre los dos intereses legítimos en juego, el TC se ha decantado (STC 125/2018) por otorgar mayor relevancia al derecho fundamental a la participación política mediante el acceso a los cargos públicos (artículo 23.2 CE).

El TC, sobre un asunto que estaba huérfano de doctrina constitucional, considera que el derecho a la participación política de Marta constituye una "necesidad sobrevenida"; aunque "desde luego –según reconoce el propio TC- supone una alteración objetiva de los términos en que se desarrolla materialmente la relación laboral". En consecuencia, el TC declara nulo el despido y obliga a la empresa, de manera forzosa e incondicional, a readmitir a la trabajadora. Pero no se le escapa al TC que su decisión "…conlleva para el empresario una onerosidad en el alcance de sus intereses legítimos, que se traduce en una menor eficiencia en la prestación laboral…".

La Sentencia se alinea con Marta aunque le hace un guiño retórico (FJ 5) a su empleador. "La Constitución no ampara que los costes derivados del legítimo ejercicio de tal función representativa sean unilateralmente asumidos, más allá de lo razonable, por quien es un tercero ajeno a la relación fiduciaria establecida entre el representante y los ciudadanos representados".

"Parole, parole, parole". El despido contraviene el derecho constitucional (FJ 6), "toda vez que constituye una medida definitiva que pone fin (sic) a la relación laboral…[mientras que el legítimo interés empresarial]…podría haber sido alcanzado con otras medidas alternativas, menos gravosas para la trabajadora que están previstas en el ordenamiento, y que habrían podido satisfacer también aquellos intereses legítimos empresariales". ¿De qué medidas alternativas se trata? El TC, aun sin la bocina y la peluca naranja de estopa, guarda el mutismo de Harpo Marx.

El remedio consistirá en pasar por la quilla al último de la fila aunque nunca deja de estar a mano

Yo, sin embargo, veo "la alternativa", la única posible salvo mejor opinión. Siendo la empresa perjudicada un organismo público, el remedio –como sugiere de manera grosera el Fiscal adscrito al TC- consistirá en pasar por la quilla al último de la fila aunque nunca deja de estar a mano. El contribuyente vale para todo y siempre dice amén.

Las empresas (públicas o privadas) deben tomar nota. La resolución del TC tiene una "proyección general…[ya que, si sólo afectara al caso particular de Marta]…se produciría un efecto disuasorio para fututos aspirantes a participar en un proceso electoral".

Dice Araceli Mangas que, debido a la lógica partidaria, "actualmente, no creo que haya más de tres o cuatro excelentes juristas en el Tribunal Constitucional".

Por su parte, Enrique Gimbernat se extiende más sobre la cuestión: "La calidad de los miembros del Tribunal Constitucional ha bajado de forma espectacular, sólo la primera vez se designó a personas que realmente eran independientes y tenían prestigio. Ahora se elige a catedráticos que están en el puesto 40 o en el 50 dentro del escalafón, desconocidos que únicamente tienen como mérito estar próximos a los partidos políticos".