Habían llegado en autobuses y trenes, haciendo calceta y agitando lacitos amarillos en brochetines. Jubilados como bailando los pajaritos en versión amarilla, funcionarios adeptos con algodones de azúcar de esteladas, niños como en el Halloween del colegio, o punkarras con el labio atravesado por un anillo pirata. Gente que parecía Mocito Feliz, condecorada de pegatinas y presos políticos atornillados en el pecho y banderas como pañuelos de Leonardo Dantés. Uno que llevaba un gran lazo amarillo clavado en la espalda como si fuera un coleóptero amigo de la abeja Maya. Se habían hecho fotos frente al Supremo como ante la Fontana de Trevi, se habían comprado patatas, los padres y los niños tomaban sol primaveral y facha bajo un árbol del Paseo del Prado como en un cuadro de Goya, se besaban en las rotondas bajo la sombra de las banderas como la de una casa japonesa, rozando cartones de los Jordis igual que los amantes rozan las narices, y se cantaban canciones de corro con una chirimía de charanga o de serpiente de cesto haciendo toquillas de Doña Rogelia con las esteladas.

No es que fueran turistas revolucionarios, que también, o al menos todo lo revolucionario que puede ser alguien que tiene mentalidad de turista hasta en la ideología, como exploradores ingleses. Era otra cosa, que no era ni política ni ideológica. Era como si ese Madrid plateresco y bello como las cartas de sus reyes se hubiera visto desbordado por la gigantesca tienda de chinos sentimental que es el procés.

Savater ha dicho alguna vez que el catalanismo es sobre todo esnob, como si quisieran ser franceses pero se les notara la impostura (eso es de Borges). Todo lo suyo, sus crisis de identidad, sus deseos de liberar a los pueblos, su República de hule, son reivindicaciones esnobs. Esa frivolidad de los mimados, esas causas de los ricos aburridos, eso que es sencillamente decadencia.

Era como si ese Madrid plateresco y bello como las cartas de sus reyes se hubiera visto desbordado por la gigantesca tienda de chinos sentimental que es el procés

Por eso les salen estas manifestaciones pomposas, cursis, con adultos forrados de estrellitas como si fueran niños de belén viviente, con mimos y maestritas de teatro preescolar, con gente que te hace una flor de papel como en un espeto, con alguien que tiene plastificada e ilustrada una cita de Martin Luther King (“tenemos la obligación de desobedecer las leyes injustas”) como si ellos fueran negros oprimidos en Alabama y no ricos supremacistas en Europa, con los que gritan consignas sobre libertad y democracia con su cerveza, su yogur y su uniforme de funcionario pijo. Ha sido pedagógico caminar entre ellos, con las banderas rozando la nuca, incluso las negras, ésas que juegan a la piratería y al velatorio del brazo armado del Estat Català, y los cánticos como humo de porro alrededor, y darse cuenta del infantilismo en el que se resume su causa, el infantilismo de los aristócratas aburridos que juegan a la gallinita ciega o se visten de capitán indepe para saltar con las amigas.

Frente a la estatua de Velázquez, con el Prado como un búnker ante el asalto de un carnaval, parecían estar haciendo coreografías dadás o performances en el Soho. Murales donde un caballo del Guernica pisotea a un catalán o el toro se ha convertido en un policía y la mujer con los brazos en alto sale de una urna. Otros donde gentes de estilismo soviético, ayudados de las banderas de los pueblos “libres” (Cataluña, Euskadi, la Segunda República), tiran de unas cadenas para derribar el águila del fascismo español. El de la chirimía toca Els Segadors, y la gente se une como en llama, como La Marsellesa ante los nazis. Alguien empieza luego a cantar L’estaca y todos lo siguen. Es como si hicieran conjuros de hippies, emocionantes y ridículos como una queimada. Son cargantemente intensitos. No es festivo lo suyo, ahora lo he entiendo caminando entre ellos. Son agónicos y trágicos sin ninguna necesidad. La tragedia real, claro, les alcanzará cuando se den cuenta de que lo suyo no era un juego de la gallinita ciega entre pasteles de María Antonieta. “Hemos venido a despedirnos”, corean. “Este juicio es una farsa”, repiten. A lo mejor lo es en esa fiesta ibicenca con disfraces que se han montado ellos, pero en la realidad no será así.

No es festivo lo suyo, ahora lo he entiendo caminando entre ellos. Son agónicos y trágicos sin ninguna necesidad

A los ricos adánicos, a los snobs que tienen que enseñarle a la vieja y herida Europa cómo debe ser la democracia a partir del caserío, se les unen curiosamente los pobres que ya no sé si tienen conciencia de pobres o sólo se han perdido en su locura mitológica. Las banderas andaluzas del SAT, muy vareadas y terrizas como los olivos, acompañan a las de Euskadi y a otras castellanas. Aplauden mucho los catalanes la hermandad con esa Andalucía que no distingue ya a sus opresores. Junto a ellos, unos como comuneros frikis, y unas izquierdas de rebujito, a veces de la mano de chicos que parecen sólo ciclistas de Glovo, que han puesto el popurrí de todos sus fetiches: “No pasarán, Madrid será la tumba del fascismo, que viva la lucha”. Todas esas consignas de pan duro ante los manifestantes catalanes con sneakers de moda y la excedencia en la mirada. A eso ha llegado la izquierda, a apoyar a los burgueses de regüeldo y excursión.

Una chica carga una urna de votaciones con la barriga, como una preñez de loca. Los carteles de los presos parecen los de los hermanos Dalton. Los lazos amarillos, acolchados, como churros reventados, que llevan en alto unas señoras achaparradas y beatas de independentismo, señoras como de programa de Jordi Évole. Los perros con un pañuelo amarillo atado al cuello. Los chavales de colegio con un Jordi como si fuera uno de One Direction. Los puestos que venden chapitas de estrellas rojas y emblemas de la anarquía. Muchachas que se han disfrazado de bote de Fairy, “arma de destrucción masiva” según otra pancarta, y se hacen fotos con la gente. “Manda una foto al Millo”, dice alguien.

Cuando pasan los voluntarios con chaleco verde y walki, la gente les aplaude. Parecen barrenderos pero les saludan como a Cristos. Su religión se ha vuelto ya delirante

Tantos y tantas, disfrazados como de samuráis de cartón y plástico. Ríen mucho, salvo cuando gritan a la policía. Están felices como esa gente de secta de ovni. Se creen todo, creen aún que tendrán su República de la señorita Pepis porque Torra lo ha dicho en la manifestación. Que van a tumbar al Régimen del 78, que van a desmontar la mentira de un juicio que a ellos les parece un guiñol.

Cerca ya de Cibeles, muchos asistentes se han colocado a los lados como para una procesión. Cuando pasan los voluntarios con chaleco verde y walki, porque aquello estaba organizado como un desembarco, la gente les aplaude. Parecen barrenderos pero les saludan como a Cristos. Su religión se ha vuelto ya delirante. Noto cierta desubicación en ellos. Es como si esperaran que algo retumbara, como les ocurre en Cataluña, su verdad abovedando todo el cielo quizá. Pero Madrid ha visto pasar ya guerras y traperos de todas clases y no se inmuta. Tras la pancarta, Torra saluda como si fuera Camacho. A su lado, Artur Mas está serio. Quizá piensa qué es lo que ha hecho. O, sobre todo, qué se puede hacer ahora, cuando millones de adultos se han creído la mitología y los milagros de sus astillas, mochilitas y relicarios de merchandising.