Conocí a Alfredo (basta su nombre de pila para que todos sepamos de qué Alfredo hablamos) cuando ya era una leyenda de la Política española (y esa P mayúscula no es un error tipográfico). Recién llegada al Gobierno, en 2008, tras una corta etapa como concejal en el Ayuntamiento de Madrid, mi inexperiencia política me generaba una inseguridad muy cercana al vértigo; compartir ese honor con personas de la talla de Alfredo lo acentuaba. Pero él, tan accesible, se me acercó en uno de los primeros Consejos de Ministros y me dijo afectuosamente: “Cuando yo llegué al Gobierno me pasé tres meses sin hablar en el Consejo, escuchando y observando”. Prudencia, me dijo. Nunca olvidé aquella recomendación, y siempre agradecí que me la hiciera. El,
Alfredo, el maestro.

Cuando me incorporé a la lista de Madrid para las elecciones municipales de 2007 recibí, con otros compañeros, un curso intensivo de comunicación política en la Jaime Vera. Parte del tiempo lo dedicamos a visionar intervenciones de históricos líderes socialistas, entre los que destacaba, naturalmente Alfredo. El parlamentario con oratoria más brillante, nos dijeron. El que mejor explica en una frase sencilla un razonamiento complejo. El más certero en colocar el mensaje. Y no penséis que improvisa, nos advirtieron. Esa naturalidad con la que habla es fruto de una rigurosa preparación de lo que quiere decir. Por eso es el maestro.

Recién llegada al Gobierno, mi inexperiencia me generaba una inseguridad cercana al vértigo

Y después la confianza del Presidente Zapatero me concedió la oportunidad y el privilegio de conocerle personalmente y de trabajar con él. De aprender de él. Recuerdo que muchas veces bromeaba conmigo cuando me veía tomar notas en el Consejo. “Ten cuidado con lo que escribes”, me advertía, “que luego todo se sabe”. Y me sonreía. Recuerdo su tono de voz sereno, su inconfundible cadencia, el silencio respetuoso y expectante que guardábamos todos cuando tomaba la palabra, siempre después de escucharnos a los demás. Su carisma y su auctoritas eran luminosos.

Alfredo era una persona reflexiva, respetuosa y profunda, sencilla de formas y de costumbres. Austero, frugal -aunque disfrutaba del buen vino-, sosegado y medido incluso cuando hablaba de fútbol (como él, yo también fui una madridista sufridora en tiempos de los grandes éxitos del Barça). Su fino sentido del humor, su forma de sonreír, su ironía, la pericia con que dosificaba los silencios, su sagacidad, su inteligencia analítica y negociadora, su generosidad, su discreción, su capacidad de sacrificio y de sufrimiento…son cualidades que él poseía de forma innata y que todos los que pasamos por la política deberíamos cultivar y trabajar.

Prudencia, me dijo. Nunca olvidé aquella recomendación de él, El Maestro

Alfredo fue un hombre de Estado que dio lo mejor de su vida por su país. El servicio que nos prestó está escrito ya en la Historia y será estudiado por generaciones de españoles. El Diario de Sesiones del Congreso es un testimonio accesible para todos de la brillantez de su pensamiento y de su discurso. Fue tan grande como político como entrañable como persona. Honesto, modesto, cariñoso, leal hasta el extremo con España, su patria, con el PSOE, su partido, con su familia y sus amigos. Nuestra deuda colectiva de gratitud y la mía personal son impagables.

Que la tierra te sea leve, compañero.