Carmena cría hijos, magdalenas y un Madrid de señora de pensión, esa madre numerosa, guisadora, asomadiza, con sus manos de traer el cocido o la trenca, sacudiendo en los tapetes el sol del tendedero y de la cocina. Todos en Madrid somos hijos de Carmena o por lo menos hijos de pensión, todos le estamos alquilando una habitación o un palomar. Ella nos despierta con hervores, nos trae el cumpleaños de ruido y lata de todo un barrio, nos teje la Navidad en su falda con migas de nieve y de lana, nos prohíbe pisar el centro como el suelo fregado, nos bendice o nos maltrata con la escoba, nos llena la plaza y el comedor de músicos o actores o señores guardias, de toda esa gente de pensión como esa gente de los trenes. Hace todo eso y luego nos lo cobra con mucho amor.

Ese amor de Carmena, dado de sí como una rebeca de madre, no se puede perder entre todos los madrileños, no queda igual de caluroso repartido entre todos los madrileños. Su amor es como la lotería de la pensión, esa lotería que guardan las señoras de pensión en el sostén, soñando que le toca a ella y a todos los huéspedes. Pero ese amor sólo se nota por contacto, como la lluvia, y más esa lluvia con capota de Madrid. Carmena, para vender amor o magdalenas, necesita alguien a quien darle la magdalena y el amor, alguien concreto para la campaña, para la foto, para probar la sopa, y es donde entra Errejón.

Esa foto de Carmena y Errejón, foto de amor y de necesidad, que quizá así es el amor más puro

Errejón es como ese estudiante de pensión fugitivo de la pensión, de los amigos, de las novias, del padre y de los estudios; ese joven movedizo de libros, bufandas y sablazos que ha recalado en su última huida en los brazos, en el potaje, en la manta de gato de la señora Carmena. Errejón es achuchable, tiene cara del frío de los poetas de buhardilla y de los sorbedores de leche caliente. Errejón, algo endeble, algo delicado de todas las ideologías o siglas por las que ha cruzado, como el que cruza muchas madrugadas, estaciones y descansillos, se acomoda en Carmena como en esa fiebre que es refrescada por la madre. O es Carmena la que se acomoda como en el hijo soldado o en el novio muerto joven, recordado o revivido. Su foto, su ya popular foto, es una foto de mueble bar. Errejón sólo se permite una sonrisa de pudor o de incomodidad, como cuando tu suegra te roza con la teta al abrazarte o algo así, algo que ni se dice ni se piensa, pero que a lo mejor te deja esa sonrisa tensa que viene de abajo, como de apretar las nalgas.

Esa foto de Carmena y Errejón, foto de amor y de necesidad, que quizá así es el amor más puro. La magdalena que encuentra a su Proust, la señora que encuentra por fin a su hijo entre todos los hijos de Madrid, el chico perdido que encuentra la luz encendida y la cama hecha, blanca y azucarada como el mismo Ayuntamiento; las izquierdas que se encuentran como en el pasillo de la pensión, que es como el de los trenes, después de haber estado en el mismo sueño o en el mismo departamento, o en otro sueño o en otro departamento, quién sabe ya a esas horas. El caso es que se ve el amor en vapores como de sábana hervida o de rayo de sol en el polvo flotante de la casa, con silencio de siesta o de lejana radionovela. Es un amor con temperatura de zapatilla y sencillez de frutero. Es un amor de reloj de cuco y de cena puesta. Es un amor de solitarios que comparten perchero. Carmena quiere a todos sus hijos y a todos sus desconocidos. Errejón sólo quiere, seguramente, no coger otro resfriado. A los dos les vale. Carmena se sigue sintiendo madre repostera y Errejón tiene en la pensión una cama alta y antigua como una diligencia.