Sánchez Gordillo se ha ido haciendo viejo dentro del chándal como un cuponero, como un kiosquero. A veces ni va al Ayuntamiento y atiende en casa, como los curanderos, con un aire a ese Carlos Jesús de la tele de los 90. Sánchez Gordillo un día parece una abuela palestina en la butaca y otro un luchador mexicano entre guerrillero y futbolista cansado. Otros, renace el revolucionario que, como en todas las revoluciones, resulta indistinguible del cacique percherón. El pueblo liberado de la esclavitud del capitalismo siempre termina en alguien así, alguien que se hace viejo en su silla como una reina madre o un criador de pájaros, rodeado de papillas y cagajones, mandando entre gritos de sordo o loco y miedo de cocineras.

Son ya cuarenta años de alcalde padre, de alcalde dueño, de alcalde dios. Pero en las últimas municipales, estuvo a 44 votos de perder el trono, culpa de 847 “traidores”. Sánchez Gordillo, en aquella noche de precipicios, prometió “miseria” para los que no le habían votado: “¡Que se atengan a las consecuencias! ¡Vamos a ser duros! ¡Aquella gente que da la cara por este proyecto va a tener recompensa! ¡Y el que no dé la cara no va a tener recompensa, va a ser destinado a las tinieblas si hace falta!”.

Marinaleda es un juguete suyo pagado generosamente por el dinero público, con tierras cedidas por la Junta y suculentas subvenciones

Luego, anunció que seguiría construyendo viviendas, pero, “eso sí, las primeras van a ser para aquella gente que más dio la cara por este proyecto”. Y señalando la única industria privada de Marinaleda aseguró: “El primero que tiene que desaparecer es ese de ahí. Le vamos a cerrar la nave, le vamos a quitar la nave”. Así suena la cosa cuando el pueblo alcanza la libertad y la justicia.

Sánchez Gordillo, en realidad, ni dirige ni ha llegado a dirigir nunca ninguna utopía comunista. Marinaleda es un juguete suyo pagado generosamente por el dinero público. Con tierras cedidas por la Junta y suculentas subvenciones, Sánchez Gordillo diseñó su Marinaleda como un musical comunista con el dinero de todos. Lo comunista era el atrezo, el decorado, una estética, una épica y una marcialidad de bieldo muy cuidadas en los murales sovietistas, en ese castrismo de lema y desconchón, ese barullo de caras del Che y haces de cereal en puños iluminados y campesinos cosmonautas y avecillas contra balas en los grafitis. Porque el dinero venía de los impuestos del Estado capitalista y de la decadente Europa.

Era mentira que se autosostuvieran con sus cooperativas y sus nabos. Lo que sí era cierto, y eso sí es comunismo de verdad, era que un señor investido de toda la autoridad y de toda la voluntad del pueblo decidía quién y cómo y dónde se tenía que trabajar, y que las tramposas asambleas a mano alzada funcionaban en oleaje entre el interés y el miedo. Quien se señalaba, quien protestaba, quien no iba a “la lucha” (esas performances, ocupaciones, manifas o asaltos a higueras de duquesa) se podía quedar sin nada. Podía acabar en “las tinieblas”, como dice él condenando ya como un cura, sin ningún pudor. Cómo conservar el pudor después de 40 años.

Ese comunismo neolítico y fake, que sólo funciona con subvenciones y abusos, es quizá el único triunfo de la izquierda verdadera en España

Con el chorrazo de la subvención, con la gente agradecida o sin opción donando días de trabajo, con el sometimiento a un líder con peto (los pueblos verdaderamente libres siempre tienen un líder al que es mejor obedecer), Marinaleda sobrevive con cooperativas deficitarias, sueldos de subsistencia y casas construidas por la misma gente como un granero de cuáqueros. Todo lo controla el Ayuntamiento, es decir que todo lo controla Sánchez Gordillo. Controla sobre todo el trabajo, quién trabaja, cuándo trabaja. Y eso significa todo el poder en un lugar en el que no hay más aspiración que esa misma, que Gordillo te dé un trabajo. Su fantasía musical era una próspera miseria repartida como migas con su sombrero de esparto.

Recuerdo que lo que más me impresionó al llegar a Marinaleda por primera vez fue el desasosegante y tenebroso clima de uniformidad, acompañado de una agónica y callada resignación. Ahí estaban todos, dependiendo de los delirios ideológicos de un santón con barba de jaramagos que creía luchar contra el capital desde su butaquita y llevar al pueblo a la justicia haciéndoles comer sus propias habas. Recuerdo eso y a la gente diciendo que tampoco está tan mal, que al menos tienen casa y trabajo, el que te den y cuando te lo den, pero hay. Aunque tengo apuntada otra frase de un vecino rebelde: “Si estás con él, te explota, y si no, te condena”. Ahora, en Marinaleda ya no se puede ocultar la verdad. La burbuja subvencionada, la ortodoxa arbitrariedad, los versículos comunistas mantenidos contra la realidad no funcionan. Por eso, el Mesías espantapájaros de Marinaleda ha estado a punto de caer. Y está dispuesto a matar civilmente al disidente.

Lo más triste es que ese comunismo neolítico y fake, que sólo funciona con subvenciones y abusos, es quizá el único triunfo de la izquierda verdadera en España. Esa especie de triste sarcófago. Ese sueldo mitad calderilla y mitad cebollas. Esa prosperidad como miseria muy repartida. Ese cortijo apache. Ese subdesarrollismo endémico y orgulloso. Ese indigenismo enfermizo. Y ese señor disfrazado de gorrilla castigando con la tiniebla y la excomunión a quien le lleva la contraria. Eso es lo mejor que han alcanzado sus potentes teorías. Y eso, por supuesto, estando bien regados de dinero foráneo, el del malvado capitalismo que gobierna más allá de su frontera de palo, como levantada por castores.

Al oír los discursos de Podemos, de sus sectas, escisiones y bandolerías, sus promesas de justicia e igualdad, su apasionada manera de obviar el dinero en aras de la voluntad histérica y las luchas simbólicas, yo suelo acordarme de Marinaleda. Aquel silencio de segadores melancólicos. Aquel gris uniformado. Aquella condena a una sostenida pobreza. Aquella renuncia al progreso. Aquella celestial mansedumbre. Aquellos disidentes como tiñosos. Aquellos vítores de linchamiento. Aquel hombre vestido de quinqui usando el pueblo como su hormiguero de juguete. Un hombre que, de amanecida, decide quién va a trabajar igual que antes lo hacían los manijeros de los señoritos, mirando a los jornaleros avacados en la plaza, con la gorra en el pecho y el agradecimiento y el miedo en la joroba. Los trabajadores, usados y explotados por los que se decían sus salvadores. Y éste, ya ven, ha sido el mayor triunfo de su ideología.