El zapaterismo pretendía ser otra manera de ir a la política, que entonces parecía otra manera de ir a los toros, o sea algo imposible. La política tenía sus señores de azul, sus comisarios con el dinero o sus funcionarios de hospicio partidista, y así había que ir a ella, como con esa mantilla, como con ese puro, como con ese amigo ganadero. Lo que quiere hacer Zapatero en España son unos toros hippies, y en eso se resume toda su política, en ese intento. Por eso Zapatero se centra en los modos, en lo que empieza a llamar “talante”, y en lo puramente simbólico o menos aún, icónico. La España con margarita en la oreja, con el feminismo, el ecologismo, el relativismo y todo ese posmodernismo de pipa de agua, toda esa cacharrería New Age sonando en las manos como el padre que baja la caja de los adornos de Navidad, entre el buenrollismo planetario, la ideología del ambientador de pino y el azafrán budista de postre.

Aído y Pajín eran otra cosa, eran una generación entera queriendo hacer política sin preparación, sin oficio, sin alfabetización casi

La política de Zapatero, que eran modos, poses, necesitaba más actores que políticos. O le bastaba con algún político solamente, como Solbes, que parecía llevar a todos los demás ministros en el bolsillo del chaleco, entre hilos saltados y puntas de lápiz. Zapatero sobre todo necesitaba caritas, figurines, para iconizar sus nuevos modos, su hippismo todo carey, sus ministerios hechos sólo de conchas. En eso se parece a Sánchez, que ha tomado una especie de zapaterismo de Capra para convertirlo en un neozapaterismo de Mefistófeles: caritas, figurines e iconografía, del ministro telecinquista al propio presidente Action Man, mientras busca mantener el poder a través de magia de sangre.

Bibiana Aído era eso, una Nancy hippie, un cachorrito de escaparate. Ministra de su alegoría, como una musa de su tapete; ministra de sus ovarios jóvenes, ministra de su edad de no ser ministra ni ser nada, ministra que recordaba un primer papel como de Bridget Fonda (que fue en Aria, creo, un papel perfecto para su belleza agónica). Leire Pajín era eso, una enfermera de MASH, una ministra de sanatorio, de lavativa, con cierta fiereza germánica en esa pureza que traía la nueva izquierda, entre quitarte el tabaco y colocarte una sonda. No fueron las primeras ministras en meter la pata, que ahí había estado ya Celia Villalobos con su hueso del puchero como la receta de una madre de los Picapiedra o los Munster. Pero Aído y Pajín eran otra cosa, eran una generación entera queriendo hacer política sin preparación, sin oficio, sin alfabetización casi.

No es que fueran torpes, es que eran incompetentes y ridículas. Aído decía “miembra” y Pajín te solucionaba la crisis económica “arrimando el hombro” o aquella otra crisis del pepino ignorando las dos cosas, la crisis y el pepino. Pero a nadie le importaba porque cumplían su papel femenino en el Gobierno, que era como el papel femenino en un picnic. Eran feministas haciendo, curiosamente, de floreros en el Gobierno. Aquéllos eran ministerios portada, eran ministerios perfume (o de portada con perfume, esa cosa tan de revista), eran ministerios de cuota o de pasarela, eran ministerios de cagarla y poner morritos o cara de bobo, como si fueran ministerios de Benny Hill. Cosas todas éstas que nunca deben ser los ministerios.

Cuando Zapatero necesitó una ministra de recortable para su cuota, pronto le susurraron a Aído, que encima tenía pedigrí del partido

Al final, no eran revolucionarias, ni mujeres destinadas a encender una guerra histórica, como Helena o Briseida. Ni siquiera eran hippies, sino pijas diciendo pijadas con la lengua acerezada y engollipada de las pijas. Eran pijas porque el socialismo ya sólo daba rebeldes de club de campo y novias de Richard Gere concienciadas. Tampoco eran sangre nueva de la política nueva y del talante nuevo. De Bibiana Aído dicen que se quedó prendado Zapatero nada más conocerla, viendo su talento político como el que ve el talento en una niña que toca la flauta (Zapatero tenía una aguda vista política, ya saben). En realidad, la había estado preparando Chaves, o sus clanes. El padre de Aído era alcalde de Alcalá de los Gazules, núcleo del clan más poderoso del PSOE andaluz. Así que Aído fue como esos poetas que ya se crían de pequeños en el Café Gijón, teniendo de tito a Umbral y a Cela (no recuerdo ahora quién era, pero la historia es cierta). A Aído ya la cogía en brazos el tito Chaves en las fiestas o becerradas del PSOE andaluz, así que la niña tenía que salir política no sólo por enchufe sino por ósmosis, mala o buena pero política, como aquel poeta de café y bizcocho del que ahora no me acuerdo. O sea, que cuando Zapatero necesitó una ministra de recortable para su cuota, pronto le susurraron a Aído, que encima tenía pedigrí del partido.

Lo de “aídos y pajines” no es un insulto, sino una categoría y hasta toda una época. Aquella época de ministerios simbólicos, vacíos salvo por la careta del ministro o la ministra, como si el ministerio fuera uno de esos paneles de retratista con agujero. En este caso, eran chicas para el escaparate de chicas del zapaterismo, que convertía así el feminismo y la política en un casting, en un sombrerito que ponías sobre una cabeza de metacrilato o sobre un tocón con peluca pajiza. Todo lo contrario al feminismo, todo lo contrario a la política. Siguen las dos, por cierto, haciendo esa política más de agencia de viajes que otra cosa. Siguen ejemplarmente inútiles, como infantas. No las recordaríamos tanto, la verdad, si no viéramos, con pena y estupor, que aquella época y aquellas maneras no han pasado, que vuelve la moda de ministerios floreros como vuelve de vez en cuando, espantosa y gallardamente, el pantalón de campana.