Empieza otra semana de agonías, peticiones y paseos, pero es que Sánchez lleva una vida de agonías, peticiones y paseos, como un cura o su dolorosa, así que no ve uno mucha diferencia. Sánchez se ha quedado en la repetición entre fastuosa y torpe de su sacrificio y de su traición, como esos teatrillos que representan en los pueblos en Semana Santa, con un labriego guapo haciendo de Cristo y un ditero picado de viruelas haciendo de Judas. Seguramente todos hablarán de “semana decisiva”, pero eso me parece como llamar “semana decisiva” a esa Semana Santa de pueblo, como si ese Jesús con peluca torcida pudiera cambiar el final de la película, a lo Tarantino, ametrallando a los romanos. Es decir, que todo lo que había que decidir ya lo ha decidido Sánchez, como el dios en albornoz que es, lo que hace falta es que nos lo diga, nos lo revele y nos deje ir en paz, que hasta el cura nos deja ir en paz después de darnos el sermón, enseñarnos el infierno y hacernos aguantar el armonio de una vieja.

Todo lo que había que decidir ya lo ha decidido Sánchez, como el dios en albornoz que es, lo que hace falta es que nos lo diga, nos lo revele y nos deje ir en paz

Hemos llegado hasta aquí siguiendo la agonía de Sánchez, primero con Susana, luego con Rajoy y por último con Iglesias. Yo no sé si puede servir como gobernante alguien que sólo se define por esta angustia, que está siempre como en una travesía desesperada y desesperante, hacia algún sitio al que le impiden ir, hacia algo que le impiden hacer, esa angustia como de nadador (“bregando como un nadador”, escribió Baudelaire, o al menos así me gusta traducirlo), nadador que nos contagia su asfixia, mayor cuanto mayor es el esfuerzo. Cierto que la asfixia es fingida, es una asfixia de damisela antigua, pero no por eso deja de definirlo. O sea, que Sánchez es sólo ese desmayo conveniente, ese derrumbarse dentro de su miriñaque como Escarlata O’Hara, acompañado del narcisismo y de la ambición que corresponde a alguien que hace eso tan musical, plumosa y previsoramente como Sánchez.

Hemos llegado hasta aquí perdidos en esas agonías sucesivas de Sánchez, y que no nos dejan pensar bien en lo que ha hecho. Quiero decir que sólo estamos pendientes de que termine su agonía para que termine la nuestra, sin darnos cuenta de que pensar que la finalidad de todo es terminar con esa agonía ya es una trampa suya. Sin esa agonía, sin ese perpetuo y falso luto sureño suyo, sin ese camino interminable hacia un Gobierno de Progreso que nunca se completará del todo porque lo impedirán las derechas o las izquierdas, ¿qué queda de Sánchez? Pues no mucho.

El balance de Sánchez, de su gobierno y su desgobierno, de su espera y su esperanza, se puede resumir así: Sánchez no es más que el vértigo de otro zapaterismo ruinoso agravado por un ego no sólo ridículo, sino destructivo. Un ego incapaz de mantener el valor de la palabra, de la ley o de las propias convicciones. Sánchez no ha hecho nada, únicamente arruinarnos cada vez más, moral, política y económicamente, mientras se paseaba en globo o en palanquín. Como no ha hecho nada, sólo puede defenderse con esa interminable historia de que son los demás los que no le dejan hacer: la agonía.

La agonía seguirá, haya o no elecciones, que las habrá, y se humille o no Iglesias, que no lo hará. Pero la agonía, ya digo, es el relato de Sánchez. Mientras esperamos el desenlace que ya conocemos, mientras nos enseñan relojes amañados de ilusionista, mientras se juega al milagro como a la lotería, mientras nos dicen que Iglesias aún tiene la última palabra como una guadaña en la mano, permítanme que yo me aparte. Empieza otra semana de agonías, pero yo sólo pienso que una España con Sánchez gobernando como ahora, en la cornisa, o apoyado por un Podemos como un mero eco, o ganando otras elecciones con un racimillo más de diputados, viene a ser la misma España: una España con Sánchez, haciendo lo que ha hecho siempre, o sea daño. Como yo no veo solución, más que una en la que no esté Sánchez, me he librado por completo de su agonía. Sólo me queda la resignación.