Torra nunca fue un político, ni un gobernante. Siempre fue el sacristanejo con santa miopía de doblar casullas y migar obleas, el papista más papista que el papa jugando con su armario de alas y llamaradas de ángel, la portera con fuego de portera que tenía que mantener caliente no el sillón de Puigdemont, sino su propio cuerpo, mantener a Puigdemont vivo políticamente, aunque fuera con santería. Torra está ahí para que Puigdemont no parezca el príncipe de Beukelaer con peinado de Don Mendo y una república de chocolate y barquillo. Para mantener su épica, su excusa, sus sandalias de pescador, su persecución de Mortadelo y Filemón, su castillito de la patria en Bélgica y su capilla de tupé incorrupto en Barcelona.

Torra no está para gobernar porque Puigdemont no pensó que hiciera falta gobernar nada, ni una república desmontable ni una comunidad autónoma del Régimen corrupto del 78. El desgobierno, en realidad, forma parte de ese relato en el que España, descabezando a Puigdemont simbólicamente como a una estatua, descabezaba también una Cataluña en la que ya no es posible ningún futuro. Todavía en el pleno del Parlament alguien hablaba de los vándalos de estos días como jóvenes a los que se les ha robado el futuro. En una de las regiones más prósperas de Europa, la ausencia de Puigdemont, ausencia de hornacina vacía, de hueco de perfume del amante, esa ausencia estatuada de la soñada república, convierte en parias a unos pijos gamberros que juegan a la revolución. Y este relato lo repite incluso Esquerra. La figura de Torra es tan de suplencia, tan de pasante, tan de guardafincas, que hasta a Esquerra le resulta complicado no clamar ante esa asfixia de la ausencia del presidente legítimo.

No es que no hiciera falta un gobernante, como no hace falta tampoco un Parlament: es que es mejor que no haya gobernante, como es mejor que no haya Parlament. Bastan, pues, Torra manteniendo limpio ese altarcito de la gran ausencia vaticana de Dios, y un Parlament convertido en panteón, en zigurat y en lacrimatorio de la república fantasma. Lo venía a decir Jéssica Albiach, de los comunes, pidiendo la dimisión de Torra: es un activista, no un presidente. De eso se trataba. Torra es aún más fanático que Puigdemont, porque le falta esa contención del instinto de supervivencia que tienen los políticos. Torra es un apóstol ajeno aún al gran negocio, es un soldado de la fe, y como tal aún veía purificación en las hogueras. Cómo va a condenar Torra su guerra santa, cómo un soldado de la fe va a condenar a otro.

Torra no sólo tenía como misión hablar de la república como una verdad que ya tenía moneda romana, campana en Bruselas como en Filadelfia y media guerra ganada, sino mantener “apretando” a todos los que puedan creer que es así, vengan con molinillo amarillo o con gasolina. O con explosivos. Puigdemont, no más listo sino más cínico, niega ahora todos los fuegos que le daban calor en el rostro, como un rostro de Baal. Pero es a él al que le convenían. Torra sólo es ese criado que lo aviva y se enorgullece como se enorgullecen los buenos siervos, con besos a la plata que limpian.   

Torra terminará dimitiendo porque la casa o la iglesia quemada no la van a pagar, por supuesto, ni el dueño ni los santos, ni Puigdemont ni Dios

Torra salió, ya muy tarde, demasiado tarde, cuando las llamas se congelaban en cristal, para hablar tan tibiamente de la violencia que se notaba que había estado maravillándose de esas llamas, de la ciudad como una bella canica con fuego dentro, llamas que a Torra le parecen pináculos de Gaudí. Aún tenía Torra las llamas en los ojos, como la luna en la pupila de los gatos. El fuego que había que mantener, el fuego de la república, de la independencia, se ha hecho fuego de verdad. Los que manejan el verdadero negocio, los que urdieron ese largo plan que empieza en las guarderías, llega a las universidades y sigue en TV3 y en el curro, ya se están preguntando si pueden controlar el ejército zombi que crearon, y que ahora puede arrasarlo todo. Sobre todo, con un presidente soplando con su cara de alegoría de los vientos.

Torra ha dicho alguna vez que sólo habla con Puigdemont y con Dios. Hasta su Gobierno desconoce sus discursos y sus decisiones. Ahora, cuando fanáticos tan enamorados, evidentes y descontrolados empiezan a estorbar a la propia causa, a Torra le llegará desde el Cielo, desde Waterloo y hasta desde Lledoners, como un susurro de confesor, la suave sugerencia de la dimisión. Yo creo que no sólo es exigible, sino inevitable. Nunca fue un político, ni un gobernante. Sólo un fogonero al que se le salió la llama entre suspiros y ensoñaciones. Torra terminará dimitiendo porque la casa o la iglesia quemada no la van a pagar, por supuesto, ni el dueño ni los santos, ni Puigdemont ni Dios. Torra quería quedar en la historia como héroe y quedará como el devoto y ridículo pagafantas del procés.