Chaves y Griñán fueron dos príncipes gotosos en camas venecianas, flotando sobre la pobreza de Andalucía como Venecia flota en su “tristeza de burdel y claro de luna”, que dijo no sé si Marinetti. Hay también principados de la miseria, edificados sobre la miseria como un palafito, y la Andalucía socialista, la Andalucía de los ERE, fue algo así. El príncipe mísero no llega al lujo, ni siquiera al lujo hortera, que queda para los esbirros, los matarifes de las trascocinas, con sus pelucos de ruso y su coca en vasos de duralex y su elenco de putas para camioneros. El príncipe mísero debe parecer, entre la miseria de su pueblo, simplemente digno, apenas coches acharolados, palacios simbólicos y a lo mejor un orinal con dibujo grácil de sopera para su vejez.

El príncipe mísero sabe que no puede ser ostentoso, o dejaría de ser un príncipe mísero. Así que parece vivir de mojar galletas de pobre en café de pobre, mientras por debajo son los parientes de sangre o de partido los que exprimen, de toda la miseria, unos privilegios que ni aun así pueden escapar de lo miserable: el enchufe en la empresa de basuras, la subvención para el amigote, el oficio arrastrado de correveidile, el regalito para tapar bocas… El príncipe mísero sabe que lo importante es que sobreviva el principado, así que reparte la poca riqueza hasta que ya no se nota, disuelta de nuevo en la miseria; hasta que sólo puede enseñar miseria como siempre. Esa miseria será la prueba de su honradez. Y si alguien alardea por esos puticlubs con Caribes de cortinas de macarrones, por esas güisquerías de mandíbulas torcidas, billete con palomino y convidada con babas, siempre se podrá decir, como dijo Chaves, que son cuatro golfos.

Chaves, príncipe a palos, con pereza de gobernar, con desgana de imperio, un poco Claudio y un poco Pedro Picapiedra, llegó a Andalucía para poner paz entre felipistas y guerristas e inventó eso de dividir el poder y la miseria para no tener que hacer nada, sólo figurar en los espejos y dejar crecer majestuosa y orogénicamente su frente. Todo, presupuesto y cuotas, dádivas y pebeteros, los repartió entre los clanes, entre las provincias, entre los jefecillos, mientras Andalucía funcionaba sola, convencida su gente de que era pobre por buena, sabia por graciosa y afortunada por soleada, y de que el PSOE era el padrecito que cuidaba de que no llegara la derecha con garrocha y cristazo, los señoritos que ya no había o eran ya sólo los del PSOE, cosa de la que no se daba cuenta el andaluz. Al PSOE le bastaba con la adulación al pobre que ellos se encargaban de mantener pobre, con la derecha torpeando y con esa miseria bien repartida en gajitos para niños o gorriones. Toda la Junta se dedicaba a eso, todo lo público se supeditaba a eso. No a gobernar, sino a repartir. A eso lo llamábamos el Régimen. Lo creó la pereza bamboleante de Chaves pero llegó a parecer indestructible. Todo un imperio edificado sobre la pereza y la miseria, como si no existiera nada más sólido, y a lo mejor es cierto que no existe.

Cuando crees que lo público es tuyo, a uno le estorba todo lo que no sea que el dinero llegue exactamente a donde tú quieres, sin dar más explicaciones. Eso fueron los ERE

La pereza de Chaves inventó el imperio del PSOE en Andalucía, y la prisa y la confianza trajeron los ERE. El dinero se repartía pero sobraban funcionarios de manguito y gafa ferroviaria; sobraban leyes, literatura y farragosidad. Cuando crees que lo público es tuyo, a uno le estorba todo lo que no sea que el dinero llegue exactamente a donde tú quieres, sin dar más explicaciones. Eso fueron los ERE. El dinero que llegaba como un bocata, con un repartidor de bocatas, en papel de bocata y con apunte pringoso de bocata. Con total arbitrariedad y tranquilidad. Eran sólo bocatas. Y suyos.

A Chaves lo quitaron de en medio cuando el pan ya se quemaba y llegó Griñán para ser otro presidente con el esqueleto tronchado en esa butaquita de molicie y bollería. Aunque Griñán es importante en los ERE por haber sido consejero de Hacienda, no presidente en esa pinacoteca de presidentes dormidos en la inopia y en la telenovela, con gorrito de dormir incluso. Chaves era gris y Griñán era triste. Un hombre triste, con tamponcillo y goma arábiga, que tampoco se iba a oponer a un sistema que le pasaba por delante como un tren de mercancías, tren que luego asaltaban y se repartían los clanes, como ropa robada por cíngaros.

Los príncipes míseros aún dicen que ellos no se llevaron nada, pero el negocio, lo he dicho muchas veces, no era tener, como los esbirros de la última fila, contenedores de jamones o dinero para asar una vaca, según la famosa frase de la madre del conseguidor Juan Lanzas. No. El negocio era el poder. Aún se presenta Griñán con su ropa de maestro jubilado, triste y como con el paraguas olvidado que se dejan algunos tristes para hacerse más tristes. Aún se agarrota Chaves en su dignidad llena de aporías y altivez, y eso que él además de la sombra de los ERE tenía a los hermanos revoloteando en lo público y a los hijos haciendo de intermediarios entre empresas y la Junta. Con temblores de cucharilla nos aseguran que no se llevaron ni un duro, que no conocían el procedimiento o que (simultáneamente) el procedimiento era legal. Los príncipes míseros aún se muestran en su retiro o su buhardilla, bajo una mantita y un reloj de cuco, con su café con leche con rebaba de galletas María, con sus guantes sin dedos, con su pierna congestionada y supurante, con su orinal de ciervos. Flotan todavía en la pobreza de Andalucía como el gato viejo de la casa flota en el único rayo de sol de la habitación.