Torra llegó ante el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña cargado de poder y gases, no sé si en la misma proporción o al mismo nivel, pero llenando desde luego esa presencia que tiene él como de cazuelita de todo el potaje intelectual, moral y garbancero del independentismo. El día anterior, en una cena en Gerona de apoyo a los mártires entrullados, el muy honorable y muy hinchable president avisaba, a cuenta del juicio, de que se había comido “un plato de butifarra con judías bastante contundente, y dependiendo de sus preguntas, la cosa puede salir por un lado o por el otro”.

No dejaba de ser la munición habitual del independentismo: butifarras mentales y ventosidades contra la ley y la democracia. Pero yo creo que sólo era el alarde de grasa y desesperanza del condenado que pide una última cena y dice a los compañeros que se va a despedir del verdugo y del Estado con una pedorreta más inflamable que sus discursos. Estos salvadores de la democracia planetaria ya van a los tribunales a cagarse, sin más pudor. A cagarse y a morir, en un ritual chocante y digno de psicoanálisis, una especie de harakiri en el váter. Aunque, pensándolo bien, pega muy bien con esas extrañas performances del secesionismo que están entre el baile de Los pajaritos, la magia negra y el KKK. 

Torra usaba un descaro provocador, pero no de mesías, sino de suicida, una cosa en el fondo triste y lacia, de estética más emo que gladiadora

Torra iba al TSJC a limpiarse el colon, pero lo que parecía era un pato asado. Quizá se trata de una adaptación del cordero sacrificial cuando eres algo así como un segundo plato en la política. Torra tiene en realidad poca sustancia para el martirologio, y se ofrece a la causa como un bocado pequeño, de pajarito frito o de bolita de carne de membrillo. “Sí, desobedecí”, dijo, como girando en la hoguera, como en aquel número del Carmina Burana de Orff, Olim lacus colueran, que se supone que canta, con voz de tenor borrachillo, precisamente un pato o cisne asado.

Torra quiere que lo inhabiliten, quiere que lo claveteen, que lo aceiten, que lo martiricen, quedar en una especie de santa entre de Dalí y de Almodóvar, entre la gloria y la lujuria, entre el gótico de la historia y los muelles saltados del somier. Quiere ser mártir, y no sólo por estar más cerca de Puigdemont, un héroe homérico que se escapó mientras estaba de vinos y a quien Torra le sigue cosiendo los dobladillos en la distancia, como una Penélope con cataratas. No, Torra también lo hace por descolocar a Esquerra en la negociación con Sánchez. Él ahí, confesando ante el tribunal, haciendo del pato del Carmina Burana entre las maderas de fagotes de la justicia españolista, ofreciendo su inhabilitación porque ya no tiene más que ofrecer, y los botiflers de Esquerra, mientras, negociando con el Régimen corrupto del 78, al lado de infantes borbónicos y señores del palco del Bernabéu.

Torra ya está quemado, él lo sabe y lo saben todos. Y el TSJC no es mal sitio para montarse ese numerito mezcla de honor japonés y venganza de chiste de Paco Gandía. Sí, se trataba de ir al TSJC con el intestino grueso bien amorcillado para morir como el Sangoreneta de Cañas y barro, de un puro reventón de productos autóctonos, y dejar allí sus intestinos enredados en las cadenas y los toisones de los símbolos españoles. El reventón se produjo, sin duda, sin poder discernir yo si fue oral o anal. “La Junta electoral no es un órgano superior jerárquico del presidente de la Generalitat”, soltó. Por encima de él, sólo están Puigdemont y Dios. Los requerimientos de la Junta Electoral le parecían “ilegales”, según su divino criterio. Ocupar lo público con todo lo que cabe en el carromato de su ideología particular le parecía libertad de expresión y “el sentir de la mayoría”. Pero lo público no es el sentir de la mayoría, sino lo común, lo que pertenece a todos. No se distingue mucho Torra de la escalofriante y germanoide representante de Arrán, Núria Martí, que aseguraba hace poco esto: “No creemos en absoluto en los derechos individuales. Creemos que sólo son legítimos los derechos colectivos”.

No usaba Torra, como Junqueras, tonsura monacal verbal, tonsura como nido de ángeles polluelos del dogma en la cabeza. Era más un descaro provocador, pero no de mesías, sino de suicida, una cosa en el fondo triste y lacia, de estética más emo que gladiadora. O sea, el pato seguía girando y cantando, asado en su grasilla y en llamas rojigualdas como banderas desgarradas. Torra había ido allí a morir, aunque parecía morir de cagalera, como él mismo adelantó. Terminará inhabilitado, que tampoco es una cosa muy arrojada, pero suficiente para llevarse a su casa un bodegón de mártir con vela, calavera, escudilla y espinita. Tras él intentarán que vuelva Puigdemont, porque aún se creen lo de la inmunidad que dijo un abogadete por los largos y cansados pasillos de Europa. Podría volver hasta Mas. Y si no, estarían los voceros Artadi o Eduard Pujol. Y elecciones en unos meses.

El abogado de Torra, el ínclito Boye, que también parecía un abogado pato, intentaba hacer creer que la simbología y la cartelería en los edificios públicos fue un poco de montaje, de exageración y de caza, porque un policía había hecho fotos con el móvil, y a saber (“al tribunal no le importa cómo se hizo la foto”, le cortó el presidente de la sala). Mientras, Torra dormitaba o se terminaba de dorar o zurruscar. Había algo en ese harakiri con butifarra que no terminaba de resultar glorioso. Nada con butifarra puede ser glorioso. Torra, dispuesto ya para ser emplatado, quedaba al final como lo que era, un segundo plato político, el pajarito frito sacrificial de una aciaga involución de la democracia y hasta de los fogones y los saneamientos.