Rufián salió de nuevo, clueco de pacto y desafiante, llamando a Sánchez chasqueando los dedos, como el que llama al camarero a la mesa, a su mesa de negociación o de despiece. Claro que yo, en ese momento, lo recordaba de otra manera. Recuerdo que Rufián estaba allí, en la tribuna del Congreso de los Diputados, mientras yo miraba las peceras de alegorías del techo ya muy confiado en la estafa del día, de la investidura, de Sánchez, que había planeado su propia derrota ante esas coreografías de peces y blasones simbólicos como una apoteosis apolínea y pasivo-agresiva. El fantasma de Zapatero, como un deshollinador triste, había pasado por la bancada de Podemos y le había dejado a Iglesias una última idea, pedir las políticas activas de empleo. Pero Sánchez no atendía, Sánchez no estaba siquiera allí, en su sillón azul luisino que él ocupa igual que un banco de sauna o un triclinio. Allí sólo estaba su perchero, mientras él volaba junto a esas alegorías que giraban quietas en el techo, santas con hoces, reyes con azores y bustos isabelones entre los que ya se veía él. Sánchez ya había determinado ir a otras elecciones, donde creía que iba a arrasar. Ni Podemos, su socio preferente, su gusiluz para dormir o no por las noches; ni Zapatero mediando como un barquero siniestro, ni tampoco Ciudadanos, podrían haberle convencido de lo contrario (Rivera es inocente, en este sentido, de no haber propiciado un acuerdo: era imposible). 

Y allí estaba Rufián, llorando por toda la izquierda como por no poder montarse en el tiovivo, acusando a Sánchez e Iglesias entre el enfado, el puchero y el corazón encogido, como un niño al que los padres abandonan en manos de feriantes, que eso se decía mucho antes para meter miedo a los niños. “Señor Sánchez, señor Iglesias, mírenlos, miren a la derecha, están encantados de la vida y nos están aplaudiendo con las orejas. ¿Cuántos años, todos, toda la izquierda, nos vamos a arrepentir? Se van a arrepentir de lo de hoy”. Rufián no lloraba tanto por la izquierda como por tener un gobierno sensiblón a sus sensiblerías, a esa independencia y a ese referéndum y a esa república como de Espinete y sus amigos. “De esta intransigencia nos arrepentiremos todos, hoy”. Ellos estaban dispuestos, convencidos de hacer un “gesto”, y convencido estaba también su “líder victorioso en las Generales, que lo está siguiendo desde una celda de 11 metros cuadrados”, decía Rufián como un jefecillo apelusado del Movimiento. La mano de Don Pimpón de Junqueras, la mano de Coco de Rufián, estaban tendidas, calientes de felpa, migas de galleta y confianza, para hacer de España el rastrillo de Barrio Sésamo. Eran Sánchez e Iglesias los que lo impedían.

El que lloraba en la tribuna del Congreso como ante el pilón bautismal, tiene en su mano lo que entonces pedía con saltitos y mocos, el pacto, la piruleta, un Gobierno amigable con el independentismo

Ahora, el que lloraba en la tribuna del Congreso como ante el pilón bautismal tiene en su mano lo que entonces pedía con saltitos y mocos, el pacto, la piruleta, un Gobierno amigable con el independentismo. En aquel julio de despechos y galanteos de balcón, Rufián afirmaba creer “que la izquierda puede ganar de una vez por todas”, y añadía: “La pregunta es por qué ustedes no”. Ahora, los despechados se han dado abrazos de los que llegan al culo y sólo esperan a Esquerra, a quien únicamente le queda disimular sus ganas de caramelo, de caballito y de izquierda de piñata. La respuesta a esta investidura ya la dio Rufián hace mucho, así que esos gestos que tiene él ahora, esas exigencias y ese llamar al camarero con asco de pelo en la sopa, son pura farsa. Después de que lo llamaran botifler, Rufián tiene que hacer concesiones a la hinchada. Sólo así podrá ganar a JuntsxCat. Claro que habrá mesa, y la atenderá el PSC, la atenderá Iceta con tastevin y curvita de sumiller y con calor de gato de la casa, entre las piernas y entre los platos.

Habrá dos mesas, una antes y otra después de la investidura, y las dos se irán vendiendo como negociación plenamente constitucional para unos y victoria de los ejércitos de plástico del pueblo catalán para los otros. Como un referéndum o una independencia no puede concederlos nadie, ni siquiera el Sánchez más loco, porque no depende de él, la mesa se irá inclinando hacia un posibilismo de dineros y competencias que pueda manejar ERC desde el gobierno de la Generalitat al que aspira, y así preparar el próximo asalto al Estado. Eso es lo que va a subvencionar Sánchez. Bueno, lo vamos a subvencionar todos. Lo sabemos desde aquel día en que Rufián tomó la palabra (“señor Rivera, aquí un miembro de la banda”, avisó, por cierto, dándole la razón ya para la historia). Rufián se subió a la tribuna del Congreso como a un taburete del Planeta imaginario, gimió y suplicó el pacto que ya tiene, y terminó regalando a Sánchez e Iglesias el libro de cuentos que escribió Junqueras en la cárcel, ese libro como un intento de El principito ario, con aviones de papel y arcoíris saliendo de los sombreros o de las arcas del propio Estado español que quieren destruir. El Estado que les va a entregar Sánchez, que ahora ve que sí se puede caer de los techos de ponchera del Hemiciclo donde zurean godos, legisladores y rapaces. Y donde él ya tiene buscado el sitio, el voladizo, la hornacina o el nicho.