La no renovación a tiempo de los miembros del Tribunal Constitucional y del Consejo General del Poder Judicial es el síntoma de la enfermedad que padece desde hace ya tiempo la democracia española y que se llama "interferencia del poder político en el poder judicial". Una enfermedad que, de persistir en el sistema, puede llevarlo al colapso y finamente a la muerte.

Lo que ha sucedido la semana pasada en el Constitucional a propósito del recurso planteado por el líder independentista Oriol Junqueras contra su prisión preventiva, es una prueba, no demasiado sólida de la realidad pero sí de lo fundamentado de las sospechas, de que la larga mano del poder político llega en demasiadas ocasiones y con demasiada eficacia a las salas de deliberación de nuestros altos tribunales.

Es del todo evidente que los partidos políticos ya consideran de una manera fehaciente que el Poder Judicial es un terreno, si no de su absoluta propiedad, sí de su decidida y directa influencia

Será casualidad o no, pero el hecho es que en el preciso momento en que el Partido Socialista y su secretario general y candidato a la presidencia del gobierno están negociando las condiciones para conseguir que el partido secesionista de Junqueras acepte abstenerse y facilite así la investidura de Pedro Sánchez a la presidencia, en ese preciso momento se rompe ¡oh casualidad! la habitual unanimidad de los magistrados del TC en lo relativo a las cuestiones del desafío independentista catalán y tres de los magistrados considerados "progresistas" esto es, propuestos por el PSOE, emiten un voto particular en contra de la sentencia.

No vamos a entrar aquí en los argumentos por los cuales el ponente, que es a su vez el presidente del Tribunal, y nueve de sus miembros dan un espaldarazo al auto de prisión provisional ordenado por el instructor de la casa, el magistrado Pablo Llarena, en diciembre de 2017 y al auto posterior de la propia sala de lo Penal del Tribunal Supremo que confirmó esa medida cautelar.

Lo que interesa en este momento es precisamente eso, el momento en que tres de los magistrados, no cualquiera de ellos sino precisamente los propuestos por el PSOE, deciden emitir un voto particular discrepante del rechazo al recurso del líder independentista. Es verdad que el voto de uno de los más, si no el más, destacados representantes del llamado "sector progresista", Cándido Conde-Pumpido, no se cuenta entre esos tres votos particulares.

También es verdad que si se hubiera sumado el voto de este antiguo magistrado de la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo, la cosa habría "cantado" en exceso y se habría perdido toda posibilidad de duda sobre la independencia de criterio de sus señorías en un momento tan delicado para los intereses del señor Sánchez y del partido que lo apoya.

Pero, y aquí entra la negativa de Pablo Casado a negociar en estos momento la renovación de tres de los miembros del Tribunal Constitucional y de la totalidad del CGPJ, que ya han cumplido sus plazos de permanencia, es del todo evidente que los partidos políticos ya consideran de una manera fehaciente que el Poder Judicial es un terreno, si no de su absoluta propiedad, sí de su decidida y directa influencia.

Y ése es otro de los golpes gravemente dañinos que se están infligiendo a nuestro sistema democrático. Pablo Casado dice que no va a negociar esas renovaciones porque no se quiere quedar en minoría en esos dos órganos tan determinantes en la administración de la Justicia: un tribunal político, como es el Constitucional, y el órgano de gobierno de los jueces por el que pasan los nombramientos de los presidente de los tribunales más relevantes del sistema judicial.

De ahí a concluir que los jueces -presidente de la Audiencia Nacional, miembros de las distintas Salas del Tribunal Supremo- son al fin y a la postre unos mandados del poder político, especialmente del Poder Ejecutivo, hay muy pocos pasos. Y eso es terrible para el prestigio de esas instituciones.

Concluir que los jueces son unos mandados del poder político es terrible para el prestigio de las instituciones

El problema es que nunca desde hace ya demasiados años se ha dejado de intentar influir desde la política en la decisiones judiciales. Resultó impactante y quedó grabado en piedra aquel comentario privado pero tremendo del entonces presidente del Gobierno Felipe González al entonces presidente de la Audiencia Nacional Clemente Auger, que fue captado por las cámaras de Tele 5: "¿Es que nadie va a decir a estos jueces lo que tienen que hacer?".

Esa frase evidenciaba la pretensión del Ejecutivo de determinar el criterio de los jueces en todos aquellos asuntos que incidieran en la política española. Y esa pretensión, esa insistencia, esa práctica, no se ha modificado un ápice desde que a mediados de los años 90 Felipe González la dejara involuntariamente para la Historia de España para vergüenza suya y de todos los ciudadanos de este país.

Claro que, muchos años después, en 2018, el senador del PP Ignacio Cosidó asestó otra puñalada a la reputación de la independencia del Poder Judicial cuando mandó un mensaje a sus colegas parlamentarios en el que se jactaba que, con Manuel Marchena al frente del CGPJ -que era lo que se estaba negociando en aquel momento- su partido podría controlar "por la puerta de atrás" el juicio que estaba a punto de celebrarse sobre los líderes independentistas catalanes.

Y así seguimos, exactamente en el mismo punto en el que estábamos entonces, con unos jueces que mayoritariamente se encuentran ante la necesidad imperiosa y la determinación de defenderse de las presiones constantes de aquellos partidos políticos que tienen la posibilidad de intentar influir en las decisiones judiciales que les interesan por algún motivo, lo cual no significa que los que no lo intentan sean particularmente respetuosos con la separación de poderes y con la independencia del Poder Judicial, sino simplemente que no han alcanzado el tamaño y la fuerza para poder ejercer esa presión.

Pero eso tiene un efecto muy indeseable y es la de que se ha extendido entre la ciudadanía la impresión, a veces incluso la convicción, de que los jueces no son con sus sentencias más que la expresión judicial de los intereses de los partidos políticos que ya han invadido plenamente al tercer Poder del Estado. La realidad no es ésa pero la actitud de los líderes políticos de nuestro país no hace sino contribuir a que esa convicción se extienda entre la población.

Y la imposibilidad de pactar la renovación del Consejo General del Poder Judicial y de cuatro de los miembros del Tribunal Constitucional, incluido su presidente, no hace sino ratificar a los ciudadanos en su creciente pero injusta desconfianza hacia los jueces. Ese es el daño que los partidos políticos llevan demasiado tiempo haciendo a la democracia española.

La no renovación a tiempo de los miembros del Tribunal Constitucional y del Consejo General del Poder Judicial es el síntoma de la enfermedad que padece desde hace ya tiempo la democracia española y que se llama "interferencia del poder político en el poder judicial". Una enfermedad que, de persistir en el sistema, puede llevarlo al colapso y finamente a la muerte.

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