El pobre Rey recibía a la nueva España de las ocho naciones y de un partido por cada campanario sin que se le notara que hay más de un tercio del Congreso que quiere acabar con él y con la Constitución. Quien no quiere abolirla quiere pintarla con los colores de las tribus, dividirnos en empalizadas y tótems con cabeza de pájaro; o al contrario, acabar con las autonomías y volver a la España morrocotuda dirigida desde los ministerios feos de la Castellana, siempre con algo de cuarteles o de hospicios para provincianos.

Mientras se subasta España para comprar una cama redonda a Sánchez, lo único que parece quedar del Estado es el Rey, el pobre, como un acomodador que sobrevive a la ruina del cine mudo y de los teatros con palcos de tela llorona, igual que sauces. Ahí sigue el Rey, un tabernero de la democracia que no pierde la sonrisa porque la sonrisa es su oficio, ni siquiera cuando acomoda bajo los tapices esta política reducida ya a concejillos tribales y tribunales de las aguas que se pelean por las acequias y por echarlo a él para poner quizá a un presidente futbolero.

Nunca ha habido más partidos ni menos gobernanza. Como decía, cada campanario, cada botijo y cada manera de tocar la gaita y de hacer la morcilla tienen su partido reclamando derechos históricos o diferenciales o nacionales. Ocho naciones dice Iceta que ha contado, repasando los estatutos autonómicos. Pocas me parecen para esta España de linde y envidia. A ver quién va a redactar un Estatuto para ser menos que el vecino, o sea menos nación que la nación de enfrente. A ver quién va a querer ser España a secas, esa España que queda ahí, como un hueso de melocotón, después de quitar las naciones, las nacionalidades, las regiones históricas, toda esa carne tierna y babeada y vendible.

Mientras se subasta España para comprar una cama redonda a Sánchez, lo único que parece quedar del Estado es el Rey

Qué discurso de agravio, que reivindicación antigua y justísima, que subvención para la égloga patriótica van a reclamar politiquillos y culturetas en esa España de medianía que queda sin hecho diferencial ni identidad protegible ni casi historia (como si fueran posibles los lugares sin historia). Hay que tener una identidad para entrar en subasta con las demás identidades. En realidad no hay identidad como tal, sólo la expectativa que genera esa identidad. ¿Por qué el antiguo Reino de Murcia no es otra nación? Porque, de momento, eso no genera ninguna expectativa aprovechable.

Iceta no ha contado ni mal ni bien sus naciones, que le han quedado como para un torneo de rugby. Ni siquiera hay que hacerle la famosa pregunta de Patxi López a Sánchez, la de si él sabe qué es una nación. No hay que ponerse en plan filosófico, sino en plan pescadero. Si hay una subasta entre identidades, si se percibe ese olor de lonja a agallas y a dinero mojado, las identidades empezarán a surgir para poder competir. Poco tiene que ver eso con la historia o la cultura. Todos los territorios tienen historia, y en cuanto a la cultura, la única que merece la pena es universal, es la humana, lo demás es folclore y alfarería. Pero si hay subasta de dinero, privilegios, fueros, marquesados de la burocracia y del pellizco patriótico (es igual de importante la subasta sentimental), la expectativa creará o fortalecerá la identidad.

Todas las naciones son constructos interesados. Hasta la más antigua o mítica se puede reducir al negocio que dejaron los encamamientos y las guerras. La identidad es siempre posterior. Sólo la expectativa convierte a un terruño en nación y la mera diferenciación en identidad. Si Iceta esperara un poco, vería aumentar las naciones, de Murcia al Campo de Gibraltar. Civilizadamente, ya sólo podemos hablar de Estado, de contrato social. Pero si hay premios para las naciones mitológicas o emocionales o artificiales, incluso para las que se creen por encima del imperio de la ley, cómo no van a fortalecerse, y hasta a inventarse.

Aún no se le nota, pero creo que el Rey ya está pensando que él entra también en esa subasta, esa liquidación, ese rastrillo, como un yelmo o una cajita de rapé

La subasta de la que hablamos no es nueva, por supuesto. Eso sí, nadie como Sánchez ha tocado la campana con tanto bronce y tanto brazo para que nos demos cuenta de que todo está a la venta. Surgen o se refuerzan los regionalismos, los comarcalismos; los nacionalismos viejos y orondos con guerras y jeroglíficos perdidos, y los nuevos y más modestos con la simple morriña y la simple buhonería. Al menos, Iceta dice saber cuántas naciones hay, las ha contado como constelaciones, olvidando que las constelaciones, como las naciones, también son agrupaciones arbitrarias. O sea, es coherente en su superstición. De Sánchez nunca podremos decir eso, que sabe cuántas naciones hay o no hay, o qué es o no es España, porque muda, cambia, adapta, tacha, engorda o poda esa España seca o con gajos alrededor según le hace falta. Es como si su concepto de España lo sacara cada día del cajón de los calzoncillos, lo mismo una braga de Marta Sánchez, como una bandera de fragata o de vuelta ciclista, que un tanguita de cocodrilo de Rufián.

El Rey, el pobre, con su paciencia y su ceremonia de mayordomo, recibe a la España sanchista, porque la ha hecho así Sánchez. Es esa España de un partido por cada campanario y una nación por cada glotonería. Por supuesto, cada vez más se apuntarán a la fila, y no me refiero a la fila para ver al Rey, para que les dé un apretón de armadura vieja y diez minutos a la sombra de un tapiz de hilanderas. Me refiero a la fila de Sánchez, el que ha organizado la subasta. Aún no se le nota, pero creo que el Rey ya está pensando que él entra también en esa subasta, esa liquidación, ese rastrillo, como un yelmo o una cajita de rapé. Sonriendo entre flases y alegorías, el Rey parece sostener lo único que queda del Estado entre los charcos de pescadero que ha dejado Sánchez.

El pobre Rey recibía a la nueva España de las ocho naciones y de un partido por cada campanario sin que se le notara que hay más de un tercio del Congreso que quiere acabar con él y con la Constitución. Quien no quiere abolirla quiere pintarla con los colores de las tribus, dividirnos en empalizadas y tótems con cabeza de pájaro; o al contrario, acabar con las autonomías y volver a la España morrocotuda dirigida desde los ministerios feos de la Castellana, siempre con algo de cuarteles o de hospicios para provincianos.

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