Los ojos del asesino, como dos paladas de tierra negra devuelta por las tumbas; las manos del asesino, con su sombra de horca; la palabra del asesino, como una colmena abierta en su cara. Los ojos, las manos, la palabra del asesino podrían estar ahí para el médico o para el verdugo o para el poeta o para la historia o para Dios. Eso puede uno concebirlo, entenderlo. Lo que uno no entiende es que estén ahí para el público, para la gente, para los jóvenes, y no como asesino, sino como cualquier otra cosa. Que el asesino esté ahí como podría estar un maestro o un viajero o un artista, ojos que sólo han visto playas de pintor y manos que sólo han tocado olas de música y palabras que sólo traen enseñanzas tibetanas. O incluso peor, el asesino ahí como más gente, como cualquier otra gente, con sus ojos y sus manos y sus palabras de gente, distraídos y coloquiales y amontonados en sus siluetas chinescas. El asesino como una función de domingo, o como otra conversación de domingo, o como otro peatón del domingo, sin que nadie repare ya en que es un asesino. Sería terrible ver a un asesino subido a una tarima o a un balcón hablando de ser asesino como si fuera igual que ser torero. Y, sin embargo, creo que es aún más terrible ver a un asesino subido a una tarima o a un balcón con todos olvidando que es un asesino.

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