Susana Díaz, que una vez llegó al Ritz de Madrid como una princesa cíngara, desplegando perfumes, tintineando crótalos y acariciando los bigotes de los señores del poder para llegar a la Moncloa, ahora sólo quiere sobrevivir. Y sobrevivir significa, en este caso, sobrevivir a Sánchez. Ya conté cómo durante la investidura, en medio del patio del Congreso, defendía al candidato ante los periodistas como una madre osa en el frío, blanquísima y herida. Ahora, ha declarado que se equivocó con la abstención a Rajoy y con aquel golpe de mano contra Sánchez, que él tenía razón y ella no. Lo dice, todavía, con esa sangre de zarina cayendo en la nieve. No se puede reprochar que una fiera de la política quiera seguir viva: estar vivo es la primera condición para después optar al poder o a la venganza. Sánchez lo hizo, se mantuvo vivo por ahí con su Peugeot, igual que esos gatos que se refugian del frío en los motores de los coches, siempre muy dignos, como violinistas vagabundos. Sánchez resistió y luego lo ganó todo, aunque fuera, también, a costa de todo.

Susana respira por las heridas y se mantiene en pie, a pesar de que no lo tiene nada fácil. Sánchez no ha culminado su venganza con este Gobierno de despiece, ni apareciendo en los Goya con ropa y sonrisa de aserrar a una señorita. No, la venganza de Sánchez sólo terminará cuando acabe con Susana. Las venganzas son así, circulares, y la de Sánchez no tiene que ver con llegar a presidente, aunque sea de chiripa, ni con salir vestido de patinador sobre hielo ante esa España de progresismo de fin de curso. La venganza de Sánchez tiene que terminar donde empezó, en Susana. Un día, Sánchez la nombrará ministra de alguna cosa jardinera, o la pondrá de telegrafista en la ONU, como una Aído cualquiera. La patada hacia arriba, aún más efectiva que tirarla a una zanja política. Sólo entonces se habrá terminado el libro de Sánchez.

La venganza de Sánchez tiene que terminar donde empezó, en Susana. Un día, Sánchez la nombrará ministra de alguna cosa jardinera, o la pondrá de telegrafista en la ONU

Susana sólo intenta sobrevivir, y con Sánchez eso significa serle útil. Mientras Sánchez no pueda controlar del todo ese viejo palacio de alicatados moros y familias de guardafincas que es el PSOE andaluz, quizá Susana pueda mantenerse ahí, quizá tenga una oportunidad. Sánchez no puede acabar su película de sirenito sin asegurarse antes de que le queda un partido, de que hay algo más que su búnker en la Moncloa, habitado por cocineros, pelotas, matemáticos y comerciales. Aunque el PSOE se llena cada vez más de conversos, todavía hay socialistas de la pana o del crucifijo, y no me refiero a García-Page o a Bono sino a sus huérfanos presentes o futuros. No es que esos socialistas como con camafeo guarden las esencias del partido, es que guardan las llaves de sus paneras, de sus escoberos y de sus criptas. Con tanto tiempo entre el sastre y el chófer, Sánchez aún no tiene a los capataces y a los matarifes de pueblo. El tiempo que tarde en gobernar a los manijeros del PSOE, el tiempo que tarde en dejar de ser sólo el jefe de sus peluqueros y el juguete del spin doctor Iván Redondo, es el tiempo que tiene Susana para esperar o hacer que Sánchez caiga antes que ella. Mientras, le dará la razón y lo que haga falta, así le castañeteen los dientes por el ego o por la helada. 

Susana intenta sobrevivir y eso no es una humillación, sólo sigue su naturaleza de animal salvaje de la política. Lo suyo con Sánchez fue eso, un choque brutal y bello, de documental, algo de lobos de risco o de lago de hipopótamos. Sánchez le ganó en la ambición y en la antipolítica, algo que yo nunca hubiera imaginado. Ella tampoco lo imaginó, claro. Si hay algo en lo que se equivocó Susana fue en eso, en el principio de todo, en escoger a Sánchez para que le calentara el sillón de gran dama del PSOE como si el chaval fuera un gato de angora. De eso seguro que sí se arrepiente. Lo otro, lo del golpe contra Sánchez, fue simplemente un fallo en la dentellada. Ahora, sólo espera seguir entera para poder dar otra, siquiera. 

Susana estuvo una vez en el Ritz, que es adonde llevan enseguida en Madrid a los genios poetas o toreros o flamencos que llegan a Atocha con una maleta de hollín y de candelabros heredados. Allí sedujo como una andaluza babilonia o como un asesino egipcio. No imaginaba uno entonces, ni lo imaginaba ella, que otro babilonio con más áspides en las manos y en los labios la dejaría moribunda en una covacha. Pero Susana aguanta, se levanta, miente, respira aún fuerte, late por sus borbotones. Su naturaleza ya le dio una piel en la que disimular los zarpazos y las llamas, como al tigre.

Susana Díaz, que una vez llegó al Ritz de Madrid como una princesa cíngara, desplegando perfumes, tintineando crótalos y acariciando los bigotes de los señores del poder para llegar a la Moncloa, ahora sólo quiere sobrevivir. Y sobrevivir significa, en este caso, sobrevivir a Sánchez. Ya conté cómo durante la investidura, en medio del patio del Congreso, defendía al candidato ante los periodistas como una madre osa en el frío, blanquísima y herida. Ahora, ha declarado que se equivocó con la abstención a Rajoy y con aquel golpe de mano contra Sánchez, que él tenía razón y ella no. Lo dice, todavía, con esa sangre de zarina cayendo en la nieve. No se puede reprochar que una fiera de la política quiera seguir viva: estar vivo es la primera condición para después optar al poder o a la venganza. Sánchez lo hizo, se mantuvo vivo por ahí con su Peugeot, igual que esos gatos que se refugian del frío en los motores de los coches, siempre muy dignos, como violinistas vagabundos. Sánchez resistió y luego lo ganó todo, aunque fuera, también, a costa de todo.

Contenido Exclusivo para suscriptores

Para poder acceder a este y otros contenidos debes ser suscriptor.

¿Ya estás suscrito? Identifícate aquí