La alcaldesa de Vic ha aconsejado a los catalanes “autóctonos” hablar en catalán incluso a los que “por su aspecto físico o por su nombre no parezcan catalanes”. El catalán autóctono debe de ser como el inglés con bombín, pero con el bombín por dentro, un fieltro de catalanidad que llevan ellos forrándolos y uniformándolos. Cualquiera diría que eso no se puede notar, pero lo notan ellos, los catalanes autóctonos, brillando en los ojos como cierta nobleza, fluyendo en el porte, en la manera siempre ilustre y animosa de estar en el mundo, en cómo llevan ese bombín, esa dignidad, igual que una señorita se imagina llevar libros en la cabeza para caminar con elegancia.

Cuando uno va constantemente del catalán autóctono al visitante meridional o al invasor mesetario o al colono friegasuelos, termina identificando ese flow del catalán de verdad, tan diferente a la mirada vacía y a los gestos cuadrúmanos del no catalán. No es que los catalanes auténticos se detecten a través de antenas del alma patriótica o de feromonas nacionales, es que salta a la vista, es imposible el error, como es imposible no distinguir un guepardo de una hiena. Lo del nombre ya es accesorio. Antes de oír el Pérez o el Sánchez, el autóctono ha identificado al intruso. Sin embargo, inmediatamente, lejos de rechazarlo, su nobleza natural lo impulsará a ayudarlo hablándole en un idioma que no entiende, pero que es como el latín del cura tridentino, divinas palabras que le hacen vislumbrar la gloria que se ganará un día, entre un dorado de querubines de Pujol como de Rubens y madonnas ferrusolianas. El catalanismo siempre está ahí como evangelizando negritos para que luego le den al paipai y entiendan qué café les has pedido. Cosa que las bestias con forma humana tachan de racismo o de supremacismo, ya ven la ignorancia.

Si Erra ha dicho eso en su discurso, que estaba escrito, es porque lo nota, lo practica, y no ve discriminación ni ningún mal en algo que le parece evidente y compasivo, como salvar almas de algún paganismo manchego

La alcaldesa de Vic, Anna Erra, como buena catalana autóctona, está todo el día entre el Domund catalanista y los camareros españoles, o sea entrenada en esa necesidad de nacimiento y en esa carencia social. Si ha dicho eso en su discurso, que estaba escrito y que fue leído como una piadosa carta a los corintios, es porque la señora alcaldesa lo nota, lo practica, y no ve ninguna discriminación ni ningún mal en algo que le parece evidente, beneficioso y compasivo, como salvar almas de algún paganismo manchego. Ha llegado a tuitear que “lamentaba que su intervención haya sido malinterpretada” y por ello “pedía disculpas a quien haya podido molestar”. Todavía tenía que hablar de malinterpretación, incapaz de ver ninguna falta en lo suyo. El mundo, sin duda, está lleno de zarrapastrosos desagradecidos. “Me avala mi trayectoria política. Como alcaldesa de Vic siempre he trabajado por la integración y la cohesión social”, ha añadido. Igual que el misionero trabaja con sus buenos salvajes para enseñarles a rezar el Jesusito de mi vida y a cantar el Ave María. Es la integración o el infierno. Verdadero acto de piedad.

La señora Erra afirma que se puede distinguir a los catalanes autóctonos por la hechura y los andares, cosa que me recuerda una increíble viñeta de Roberto Alcázar y Pedrín en la que los dos autóctonos repartidores de porrazos miran la huella de unas pisadas y dicen algo así como “sin duda son pisadas de chino”. La señora Erra, catalana autóctona, con sentido arácnido para la catalanidad, distingue al catalán verdadero del extranjero o, peor incluso, del falso o mal catalán, midiendo a ojo cráneos y entrecejos, como Cesare Lombroso, o sin más que escuchar sus nombres cervantinos, toboseños. No hay manera de malinterpretar esto: “…que por su aspecto físico o su nombre no parezcan catalanes”. Podría haber dicho simplemente “que no hablen catalán”, pero así obviaría el superpoder que tienen ellos para sintonizar con las demás almas catalanistas y distinguirlas de los infieles. Quizá ese poder sólo es el del prejuicio, pero queda mejor como un tercer ojo catalán. También dijo “catalanes autóctonos”, separándolos de los no autóctonos, o sea catalanes demediados o mestizos. Poco hay que interpretar o malinterpretar en algo que salía tan cristalino porque venía verdaderamente de su bondadoso corazón.

La alcaldesa de Vic sigue releyendo su intervención y no entiende el problema, y eso es casi más grave que pretender distinguir a uno de Vic de uno de Palencia mirándolo cruzar un semáforo o comerse un polo. Igual que su disculpa en Twitter: la “cohesión social” presume grupos que no están cohesionados, y la “integración” supone grupos que no están integrados. Y ese grupo a integrar y cohesionar, al que ella tan piamente dirige su evangelización, no es otro que el de los “catalanes no autóctonos”.

La sangre, la lengua, el nombre, y ya el porte. El clasicismo, la curva praxiteliana, la moneda aria grabada en el simple empaque del catalán. Yo, la verdad, no me siento capaz de distinguir, así solamente por “el aspecto físico”, a Torra de un sastre de Murcia, o a Junqueras de un benedictino italiano siniestro de Umberto Eco, o a Puigdemont de un cantante tirolés. No les noto yo en el simple ademán su flow catalán ni su pulida aristocracia racial. Ni me parece que den para definir algo así como un nuevo canon grecolatino o una resurgida raza welsunga que dirigirá el renacer de la nueva vieja Europa de los pueblos puros. Debo de ser más primitivo, más básico, menos evolucionado, y necesito que me hablen siquiera un poco para distinguir a un supremacista, ya sea de Weimar o de Vic.

La alcaldesa de Vic ha aconsejado a los catalanes “autóctonos” hablar en catalán incluso a los que “por su aspecto físico o por su nombre no parezcan catalanes”. El catalán autóctono debe de ser como el inglés con bombín, pero con el bombín por dentro, un fieltro de catalanidad que llevan ellos forrándolos y uniformándolos. Cualquiera diría que eso no se puede notar, pero lo notan ellos, los catalanes autóctonos, brillando en los ojos como cierta nobleza, fluyendo en el porte, en la manera siempre ilustre y animosa de estar en el mundo, en cómo llevan ese bombín, esa dignidad, igual que una señorita se imagina llevar libros en la cabeza para caminar con elegancia.

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