Todavía sangra la piedra en el País Vasco, o la hacen sangrar vándalos, herederos o cultivadores de esa sangre con raíz de hueso que llega tan dentro en la tierra. La tumba de Fernando Buesa ha aparecido manchada de rojo, volvía a sangrar el crimen mal tapado, o volvía a expulsar sangre menstrual, cíclica, inacabable, una tierra encharcada en sangre o que no deja de engendrar sangre. Los energúmenos no saben que están reconociendo que el crimen no se ha acabado. Aún tienen que ver la sangre, sangre en la roca o en helechos o en los nombres de los asesinados grabados sobre su propia sangre petrificada, como la de un dragón. Los salvajes tienen que ver la sangre como pintura o como esputo o como savia, y van allí a una tumba, esa fuente parada de las almas, y ponen sangre, o excavan apenas con un pie de hocicada la tierra, que pronto devuelve su sangre, ahíta. Y sólo en esa sangre se vuelven a reconocer.

Este virus nos ha devuelto la sensación de una vida trémula, pero en el País Vasco, mucha gente y durante mucho tiempo no tuvo otra cosa que ese temblor entre la vida y la muerte

En las propias tumbas de los asesinados, con su paz lacustre de flores y recuerdos, o en los pueblos con festines y piñatas y vino de cuajarones para los asesinos, todavía tienen que abrir volcanes de sangre para que respire su tierra, su patria, su política, hecha de mineral de sangre, de salamandras de sangre y de quijadas de sangre. No sé cómo puede decir alguien que aquello ha terminado. Pero lo dice el PNV, siempre como de domingo entre los muertos, de beata de cementerio, allí haciendo jardinería entre ángeles tapados de vergüenza y esos árboles sagrados suyos con esqueleto de ámbar de sangre. Lo dice también Podemos, claro, que admira y abraza a Otegi, que debe de ser para ellos una especie de príncipe porquero de la paz, o un como barbero de la democracia apenas salpicado de sangre por un lobulillo cercenado. Lo dice, por supuesto, Bildu, que parece aún el murciélago de todos los sepulcros, con su silencio membranoso allí ante su nido enterrado, ante su mandrágora alimenticia, ante su cripta doméstica. Lo dice de alguna manera hasta el propio Sánchez, siempre galante con Bildu, siempre como con un saludo de cortejo y minué, un saludo de cabeza o de pie volatineros, entre la necesidad y el descoco de la corte. Que aquello ha terminado, lo dicen, no dejan de decirlo, pero de repente se les abre una mina de sangre y les estropea sus zapatos de domingo encalado de muertos.

Nada ha terminado, nada es normal allí. No es ya que los muertos vuelvan a sangrar por sus flores, con cada luna; que hocicadores de la sangre les desentierren la herida eterna como un trapo manchado y jueguen a las banderas porque necesitan esa bandera y no otra, ese olor de sangre con tierra y no otro. No son ya los muertos, sino los vivos, se trata sobre todo de los vivos. Están unos vivos sentados sobre muertos, cenando sobre muertos, alcaldeando sobre muertos, vendimiando sobre muertos, gobernando sobre muertos. Los vivos que no ven muertos como no ven sangre, esa sangre de kétchup de Echenique, esa sangre de ciruela o de jalea de sus caseríos. Los vivos que mataron y vuelven como en calesa de toreros a los pueblos, los vivos que aplaudieron con puño en alto o callaron con nudo de servilleta al cuello. Los vivos más viejos con su podrida tradición santera de la sangre y de la raza, los vivos más jóvenes que ven a la ETA entre el cromo antiguo de fútbol y la banda de billares legendaria, porque es lo que les han dicho sus mayores. 

Luego están los otros vivos, con vergüenza, miedo, silencio, mancha y seguramente un muerto muy llorado y llovido y tapado y sangrante por la piedra y por el nombre, como aún en su cama sangrante. Vivos medio vivos porque no pueden decir, no pueden estar, no pueden aparecer, no pueden chistar y apenas pueden llorar. Les suelen decir que provocan. Los escondidos, los enterrados, los acallados, los proscritos, los asesinados, resulta que provocan a los verdugos, a los señores, a los festeros, a los acosadores, que un día van a las tumbas para pisotearlas y otro para cosecharlas, o quizá no hay diferencia entre una cosa y otra. 

Estas elecciones tampoco serán normales, como nada es normal, como nada puede ser normal en el País Vasco. Este virus nos ha devuelto la sensación de una vida trémula, pero en el País Vasco, mucha gente y durante mucho tiempo no tuvo otra cosa que ese temblor entre la vida y la muerte. Aún no se ha acabado, aún la libertad y la política están sometidas a tiranías mitológicas, a doctrinas y dioses de carnicería y palitroques. Aún la tierra, apenas se escarba con un hocino o una dentellada, devuelve la sangre en vomitona por todos sus pozos, pétalos, vetas, ruinas, piedras y ojos.

Todavía sangra la piedra en el País Vasco, o la hacen sangrar vándalos, herederos o cultivadores de esa sangre con raíz de hueso que llega tan dentro en la tierra. La tumba de Fernando Buesa ha aparecido manchada de rojo, volvía a sangrar el crimen mal tapado, o volvía a expulsar sangre menstrual, cíclica, inacabable, una tierra encharcada en sangre o que no deja de engendrar sangre. Los energúmenos no saben que están reconociendo que el crimen no se ha acabado. Aún tienen que ver la sangre, sangre en la roca o en helechos o en los nombres de los asesinados grabados sobre su propia sangre petrificada, como la de un dragón. Los salvajes tienen que ver la sangre como pintura o como esputo o como savia, y van allí a una tumba, esa fuente parada de las almas, y ponen sangre, o excavan apenas con un pie de hocicada la tierra, que pronto devuelve su sangre, ahíta. Y sólo en esa sangre se vuelven a reconocer.

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