A los muertos los vigilan mariposas y helicópteros, drones municipales y ángeles libélula. En los cementerios de Madrid el cielo se ha vuelto fronterizo o federal, ese federalismo que se ha inventado Sánchez y en el que, según el sitio, hasta los muertos tienen que tener permiso para salir (los muertos salen y barren sin querer las hojas del otoño con el espíritu, como una novia que barre el jardín con el vestido). Los muertos y los vivos tienen encima, en vez de cruces o candeleros, drones y semáforos, como si en el cementerio fuera a empezar una carrera de carruajes con las tumbas. El Gobierno ha tardado diez meses en sacar unos semáforos que te dicen el color del peligro como tonos de vergüenza, pero no aclaran qué medidas hay que tomar cuando saltan. Así que ni los vivos ni los muertos saben muy bien qué hacer y así están, atropellándose todos, muertos, vivos, abejorros, tumbas derrapando y angelotes como hidroaviones de bomberos.

España sale otro año a blanquear a sus muertos, que ya son cal, y a ponerles flores para que puedan trepar por ellas hasta la lágrima o hasta el medallón. Este año, los vigilan desde el aire porque hay gran reunión y confusión de muertos y vivos. Uno puede llegar vivo al cementerio, con su ramo de hospital (el cementerio es un hospital de muertos, con luz de hospital, de hueso, de convaleciente, de blanca cama insecto, de solárium de la eternidad) y salir muerto o tocado por el virus. O uno puede estar muerto en el cementerio y sacarte un hijo o una viuda de él como de un barco fluvial medio hundido, ese blanco vapor de ruedas, alto de nichos como de cubiertas, que a veces parecen los cementerios. Y te saca para cuidarte en casa porque no pudo cuidarte en la muerte, o para mostrar tu muerte, todavía mojada de sábanas, ante los políticos.

Vigilan desde lo alto que los vivos no entristezcan a los muertos, que los muertos no enfurezcan a los vivos, que no se rapten unos a otros como tribus adornadas con esqueletos. Este año hay más tristeza, hay más rabia, los cementerios rebosan como un capacho colmado, rebosan por el cielo con colmenas de flores, flores carnívoras de muertos, y rebosan por los cimientos de otros muertos, levantando el cementerio como una casa podrida. Tenemos aquí esa costumbre de ir a visitar a los muertos como para hacer la colada de los muertos, tendidos a un sol de caliza. Vamos a visitar a los muertos para peinarles los cabellos de raíces y llorarles agua de jarrón. Vamos a visitar a los muertos para tener con ellos una conversación como de café frío de lápida, igual que en los cafés de posguerra. Vamos a visitar a los muertos para tratarlos como si fueran niños otra vez, haciéndoles la raya del peinado con la mano sobre el ramo. Vamos como padres de nuestros padres muertos e hijos de nuestros hijos muertos, pero esta vez más tristes o más cercanos que nunca.

Han puesto vigilantes y semáforos para los vivos y para los muertos, pero nadie sabe qué hacer, ni para qué sirven

Este año hay un mármol de gasa o un agua de mármol que apenas nos separa de los muertos como de nuestro reflejo. Nos reconocemos en su pobre bodegón con calavera, en el mechón de flores de miedo a punto de brotar en la frente, en la luz hurtada para siempre como la verdad. Vemos el lado de los muertos o vemos desde el lado de los muertos, choca su costilla con nuestra porcelana de festivo, sus ojos vaciados vienen como caracoles hasta nuestros dedos, su historia se acerca a abrazar a nuestra historia con un abrazo crujiente o desmoronado de estatua. Hay este año una comunión diferente de vivos y muertos y yo creo que eso es lo que están vigilando, que no salgan todos, vivos y muertos, a tomarse venganza.

Este año hay ángeles en grúas patrullando sobre esta costumbre nuestra que sigue siendo como un repellado de muertos. Parecemos más albañiles que evocadores o legatarios de nuestros difuntos. Aunque este año creo que es diferente. Este año parece que no hay posibilidad de indiferencia, de olvido o de paz, esa especie de empate que parecen dejar los vivos y los muertos cuando se ven y se saludan y se intercambian flores por un poco de aliento o de memoria. Se va la gente del cementerio y parece que los muertos siguen hablando con un sonido de grava y con las agujas que trae el viento. No hay paz, sino quizá un encargo. Arriba hay drones, ángeles falsos, ángeles con aspas pilotando un cielo departamentado, vacío de almas como de sombras. Han puesto vigilantes y semáforos para los vivos y para los muertos, pero nadie sabe qué hacer, ni para qué sirven. Un presidente ausente, como el más alto de los ángeles mirones, ve cómo choca todo, muertos, vivos, carne, tibias, alas, mármol, cielo, tierra.

A los muertos los vigilan mariposas y helicópteros, drones municipales y ángeles libélula. En los cementerios de Madrid el cielo se ha vuelto fronterizo o federal, ese federalismo que se ha inventado Sánchez y en el que, según el sitio, hasta los muertos tienen que tener permiso para salir (los muertos salen y barren sin querer las hojas del otoño con el espíritu, como una novia que barre el jardín con el vestido). Los muertos y los vivos tienen encima, en vez de cruces o candeleros, drones y semáforos, como si en el cementerio fuera a empezar una carrera de carruajes con las tumbas. El Gobierno ha tardado diez meses en sacar unos semáforos que te dicen el color del peligro como tonos de vergüenza, pero no aclaran qué medidas hay que tomar cuando saltan. Así que ni los vivos ni los muertos saben muy bien qué hacer y así están, atropellándose todos, muertos, vivos, abejorros, tumbas derrapando y angelotes como hidroaviones de bomberos.

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