Todavía hay quien se pregunta qué diferencia hay con otras veces que se acercaron presos o se habló con los encapuchados de ETA con la serpiente enroscada en la pata de la silla. La diferencia es que ahora aquellos matones ya sienten que pueden “democratizarnos”, como ha dicho Otegi en su idioma invariablemente macarra, como si se hubiera quedado en los ochenta con la tachuela de bala y el dabuten de una litrona cementerial. Antes podía haber concesiones tácticas o policiales, pero el objetivo seguía siendo derrotarlos. Y no sólo derrotarlos militarmente, quitándoles las pistolas y mojándoles las mechas, sino democráticamente, mostrando la perversidad y la alienación de sus ideas sobre pueblo, libertad y moralidad. Ahora se les da la razón. Ésa es la diferencia. 

Otegi quiere venir a democratizarnos, que es como si viniera un chamán campanilleando de huesos a enseñarnos ciencia. Que Otegi venga a democratizarnos significa que el Estado se ha dado la vuelta, ha sido derrotado y huye ladera abajo perseguido por los troncos del primitivismo abertzale. Era el Estado de derecho el que les tenía que democratizar, no sólo haciendo que no mataran, que es una obviedad salvo para los salvajes, sino mostrándoles que los pueblos no son tribus de fogata y cucaña y que sus morriñas de caserío, sus legañas como de cuajada de hace dos siglos, en una sociedad civilizada sólo son folclore. En realidad, esto nunca se consiguió del todo.

Otegi dando lecciones, como Puigdemont dando lecciones, como el mismo Iglesias dando lecciones, significan una derrota del Estado de derecho que incluso va más allá de los muertos

Euskadi, como Cataluña, no dejó de ser una excepcionalidad, una isla megalítica con sombras predemocráticas. Allí, en la práctica, el Estado de derecho no es tan importante como la tozudez etnocéntrica de la vida y la gravedad ideológica de las instituciones. Eso sí, solamente Sánchez ha llegado a colaborar con el nacionalismo odioso y odiador hasta hacerles creer que han vencido, que no solamente podrán tener, un día, su nación de tierra aboñigada por una raza pura, sino que pueden enseñar el camino al resto de los pueblos de esta España tribalizada, triste conjunto de clanes separados por empalizadas con cabezas colgando.

Otegi y los suyos sólo democratizaban el plomo y ahora Sánchez les ha hecho banderizos de la democracia. Otegi y Sánchez nos democratizan juntos, y tiene todo el sentido. Si Sánchez ha admitido en el Gobierno a Iglesias, que cree que lo que llamamos Estado de derecho es un sistema corrupto y que la democracia de verdad es que el pueblo vaya aventando fachas con bieldos novecentistas, tenían que seguir los nacionalismos, que al fin y al cabo dicen lo mismo con sentimentalidad de raza en vez de sentimentalidad de clase. Hasta el uso de la pistola es cuestión de elección sentimental de una herramienta. La violencia instrumental es intrínseca en los socios de Sánchez, para conseguir la justicia social o para conseguir su patria de pastores neolíticos o de falsos genoveses. La pistola es extrema, pero si se puede justificar para el Che con boina se podría justificar para un gudari en chándal.

La pistola es un matiz, o un grado, porque ETA no sólo era asesinato, sino chantaje, miedo, silencio, coacción, avasallamiento, limpieza ideológica o racial, ortodoxia impuesta con una lluvia fina de miradas, desprecios y vacíos. Así es su democracia, que llegado el caso puede necesitar pistola o sólo tenderos. Incluso se puede dejar la pistola no por terrible sino sólo por pesada, por ser como ir a todos lados con un azadón, sin que esa concepción bárbara de la democracia cambie más que en el instrumento, por mucho que nos alivie que no se mate. No es sólo Otegi, no es sólo ETA convertida en merchandising, fetiche o inspiración. Otegi dando lecciones, como Puigdemont dando lecciones, como el mismo Iglesias dando lecciones, significan una derrota del Estado de derecho que incluso va más allá de los muertos, como lo que ocurre en Cataluña va más allá de los esguinces, de las papeleras derretidas y del ojo que perdió alguien dejándolo como ciclán de espíritu.

Aquí tenemos una democracia no militante y los partidos pueden pedir la república jacobina o bongosera, o la confederación de tribus plumíferas, o la independencia de su nación elegida por Dios o por la pela o por la diferente acidez de sus quesos. Pueden, pero en el marco de la ley y del Estado de derecho. Lo que propone Otegi, como Puigdemont, como Iglesias, es la destrucción del Estado no ya como mapa sino como marco de derecho. Los tres remiten en sus utopías a una ortodoxia que persigue y persiguió, con o sin pistola, la sustitución del ciudadano por el militante vivo o por el disidente callado para siempre. La derrota y la inmoralidad están en que, si alguien quisiera volver a matar por aquellos mitos, totalitarismos, balidos y serruchadas, Sánchez no le diría que está mal ni que sería inútil, sino que ya no hace falta. Ésa es la diferencia.

Todavía hay quien se pregunta qué diferencia hay con otras veces que se acercaron presos o se habló con los encapuchados de ETA con la serpiente enroscada en la pata de la silla. La diferencia es que ahora aquellos matones ya sienten que pueden “democratizarnos”, como ha dicho Otegi en su idioma invariablemente macarra, como si se hubiera quedado en los ochenta con la tachuela de bala y el dabuten de una litrona cementerial. Antes podía haber concesiones tácticas o policiales, pero el objetivo seguía siendo derrotarlos. Y no sólo derrotarlos militarmente, quitándoles las pistolas y mojándoles las mechas, sino democráticamente, mostrando la perversidad y la alienación de sus ideas sobre pueblo, libertad y moralidad. Ahora se les da la razón. Ésa es la diferencia. 

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