Nuestros padres vivieron la guerra o la post guerra y saben bien el esfuerzo que cuesta alcanzar un objetivo, ahorrar durante años para conseguir pagar un piso, no salir de vacaciones para evitar endeudarse con préstamos, salir a comer a un restaurante en contadas ocasiones y de vez en cuando al cine, poco más. Gracias a esos esfuerzos nuestros mayores construyeron lo que ahora disfrutamos, el estado del bienestar. El objetivo final de su vida fue dejar a sus descendientes el disfrute de esa cima alcanzada con tanto sacrificio. 

Nuestra generación ha educado a sus hijos en ese bienestar y consideran normal lo que para sus abuelos era excepcional y a menudo imposible. Asumen como derechos adquiridos privilegios diarios, sin cerciorarse que en el planeta los disfrutan tan solo unos pocos. Les hacemos hasta los deberes y uno de cada cuatro padres en nuestro país compra un teléfono móvil a sus hijos antes de cumplir los diez años, a los doce ya lo tienen todos como si fuera algo imprescindible. 

La inmensa clase media española les ha educado en la vida fácil, disfrutan de vacaciones, embarcan en aviones, muchos han cruzado el charco y hasta se aburren por repetir restaurante el fin de semana. Ellos son lo más importante, el sol que lo ilumina todo, captan siempre toda nuestra atención, a menudo son respondones, a veces agresivos, y difícilmente se muestran satisfechos. Entienden que merecen un premio cada vez que hacen algo para los demás o simplemente obedecen una orden familiar. Así son una buena parte de los adolescentes hoy en nuestro país.

Esta puede ser la causa principal por la que tras 75.000 muertos tras la pandemia miles de jóvenes adolescentes, algunos menores de edad, siguen organizando fiestas ilegales y botellones a pesar del toque de queda y las restricciones por la Covid.

Es tarea de todos empezar a cambiar las cosas ahora que se acerca la tercera ola de la pandemia

Dice Javier Urra que los niños malcriados no nacen, se hacen y añade que de un niño malcriado crece un adolescente agresor que miran a los padres como a un cajero automático. Si además de esta falta de límites que les hemos transmitido, los medios de comunicación más influyentes no ayudan en mostrar lo más duro de esta pandemia, estamos perdiendo la batalla.

En Madrid se han multiplicado por tres en los últimos días las denuncias por saltarse el toque de queda a las doce de la noche. Si una comisaría de la capital recibía 15 denuncias por noche ahora supera las 45 diarias. Cuando ven la dura campaña de medios lanzada por la Comunidad de Madrid, creen que exageran, porque solo en ella han visto un enfermo intubado o un ataúd, en las televisiones siguen sin aparecer. Nuestra sociedad esconde la muerte y las televisiones obedecen a la audiencia, si muestran imágenes muy duras, muchos telespectadores cambiarán de canal, por lo tanto, sigamos saliendo a aplaudir a las ocho de la tarde o mostrando a una abuelita de 104 años que se ha curado de la enfermedad.

El otro factor que les hace perder el norte a toda una generación de nuestros jóvenes es el consumo excesivo de alcohol, no entienden la fiesta sin él. Nos preocupa mucho la droga y el consumo de alcohol lo consideramos normal en ciertas edades. Dice Urra que es difícil que un adolescente valore el riesgo y vea más allá de su entorno más cercano, por su edad le cuesta anticipar el futuro, pensar que puede contagiar a sus abuelos. Nunca les hemos educado para ponerse en el lugar de los demás. 

En toda España cada fin de semana se producen centenares de fiestas ilegales en locales o casas particulares, miles de botellones. Solo en Madrid la Policía municipal interviene en unos 400 semanales que saben, se repetirán en el mismo lugar y con la misma gente el fin de semana siguiente.

Todos somos responsables de esta actitud de nuestros menores y jóvenes, no solo ellos. Es tarea de todos empezar a cambiar las cosas ahora que se acerca la tercera ola de la pandemia.

Nuestros padres vivieron la guerra o la post guerra y saben bien el esfuerzo que cuesta alcanzar un objetivo, ahorrar durante años para conseguir pagar un piso, no salir de vacaciones para evitar endeudarse con préstamos, salir a comer a un restaurante en contadas ocasiones y de vez en cuando al cine, poco más. Gracias a esos esfuerzos nuestros mayores construyeron lo que ahora disfrutamos, el estado del bienestar. El objetivo final de su vida fue dejar a sus descendientes el disfrute de esa cima alcanzada con tanto sacrificio. 

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