Una vez, en 1954, nevó en mi pueblo, nevó en Sanlúcar, a la orilla del mar, y la gente jugaba y se caía como unos bebés de la nieve. Mis padres se acuerdan de aquella nieve que parecía venir junto con el hambre de la época, o sea una golosina sin alimento, un juguete de agua, la alegría breve, gratis, casi extranjera y casi sólo soñada del pobre. Ahora, yo me veo esperando la nieve en Madrid, una nieve que haga de mis pasos tigres siberianos, que haga de mí un arponero en la nieve, un cochero en la nieve, por sentir una especie de paz salvaje y un consuelo o pausa de trinchera o de posguerra o de ferrocarril en la ciudad. Tenemos en el bicho el hambre y la guerra de esta época, y con esta nieve volvemos a ser padres de achicoria y niños de trineo de cajón y novias que pierden al novio en la nieve como su vestido de boda.

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