Pablo Iglesias llegó a lo alto de la democracia y no le gustó porque allí al final no había indios sentados para escucharle a él con gorro de plumas y larga pipa de Pantera Rosa, como un marajá posmarxista. La democracia, hasta entonces, sólo era él hablando de la democracia, por ahí en plazas como zigurats, o en apartamentitos con los ceniceros y los fregaderos derrumbados sobre sí mismos como pufs, o en paraninfos de café con leche y pitillos con humo de metralleta caliente. Él hablando de la democracia y la democracia asintiendo como un camarero con azucarillo o un ligue que dice que sí con los ojos. Esa democracia era una cosa del pueblo pero de la que se encargaba él solo, como se encarga un cura de las almas. El tamaño de aquella democracia, como el tamaño del Cielo del cura, era más o menos el de su mesa camilla, el de su copón o el de su braguero. Hasta se le ha quedado, de eso mismo, voz de curita de mano blanda y labio temblón. Pero lo de Iglesias nunca fue democracia.
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