Lo más relevante del informe del Tribunal Supremo es que para Sánchez significa lo mismo que para los indepes: nada. Sí, el Supremo ha hablado como desenrollando su lenta lengua de moqueta, pero ni Sánchez ni el independentismo le conceden a eso más importancia ni autoridad que el desfile de un cabezudo o el campanazo de una colegiata. Una vez que el Supremo ha descartado razonadamente cualquier justificación para el indulto, lo que queda ya es sólo la intención de imponerse o enmendar al tribunal, ese inaceptable "recurso de alzada", como dice el documento, que se presenta ante Sánchez como ante un soberano con mastín o ante un Salomón en albornocito. Lo llame "venganza" o sólo "castigo", Sánchez está diciendo lo mismo que los indepes: que el Tribunal Supremo es como un gran cascanueces represor, una máquina franquista de dar mazazos. Y él va a colocarlo en su lugar, o sea la basura, como un feo y viejo reloj de cuco.

Los indepes ya pasaron por ese tribunal como el que pasa por un museo de relojes o por una sillería castellana y barroca, artillada más para el canto que para el Juicio Final. Pasaron altivos y ajenos, como mártires de catacumba ante procuradores romanos. No reconocían la autoridad, no reconocían la jurisdicción, no reconocían el delito, aseguraban que volverían a hacerlo y se dedicaban a chapotear en su martirologio como en una salsa, como en el caldero del apóstol San Juan. Ahora parece que ya no quieren tanto martirio, echan de menos el aire fresco y el despacho oficial u oficioso del poder y del presupuesto, pero sigue esa pose suya un poco loca, entre el guerrillero quejica y el corderito sacrificial.

Los indepes ya pasaron por ese tribunal que les parecía una coreografía cisterciense o de mesón segoviano, y les daba risa y superioridad verse allí juzgados por gente asotanada o avillanada, por señores del Greco o quizá por venteros de Sancho Panza, ellos que se creen patriotas ilustrados de las revoluciones atlánticas del siglo XVIII, enfrentados a reyes de carnaval veneciano. Lo que ocurrió con la sentencia, sin embargo, no fue ni la venganza de don Mendo ni el castigo secretamente perverso de una monja, sino una sobria pedagogía sobre lo que significa un Estado de derecho en la Europa del siglo XXI. Es precisamente esto, la pedagogía de la realidad y de la democracia, lo que va a cargarse Sánchez.

La sentencia del procés parece ser para Sánchez poco más que una antigualla filatélica o el veredicto folclórico de un tribunal de viejas

Sánchez va actuar no por encima del Supremo, sino sobre todo ajeno al Supremo, que es peor. Y eso no va a inaugurar ninguna nueva concordia, concordia que los sediciosos rechazan y desprecian, sino sólo a reconocer esa fantasía nacionalista de España como una Inquisición de chulapos y civilones. Sánchez procederá sólo bajo los dictados de su propia "conciencia", se atrevió a decir en el Congreso como si estuviera en Versalles. No ya el informe sobre el indulto, sino la propia sentencia del procés parecen ser para Sánchez poco más que una antigualla filatélica o el veredicto folclórico de un tribunal de viejas. Lo que está haciendo Sánchez no es conceder un indulto a unos robaperas, sino devaluar delitos gravísimos, leyes fundamentales y al más alto tribunal del país, que en manos del presidente y de su higiénica conciencia parecen, todos, poco más que una colección de pelucas o teteras viejas.

El procés no fue una reyerta ni un zapateo, fue el intento planeado y coordinado de subvertir el orden constitucional por la fuerza de los hechos. Un intento que continúa y continuará, según aseguran sin ningún pudor sus promotores envalentonados, desafiantes y hasta más gordos después del rancho carcelario. Si a estos iluminados se les regala la impunidad y, sobre todo, la "justicia" de esa impunidad, significaría la desaparición en Cataluña del Estado, de sus leyes, de la ciudadanía, de lo público, sustituido por una religión política totalizante que sólo acepta la adhesión o la persecución, y que encima se siente intocable. Es algo que ya ocurre, en realidad. Sólo que aún creíamos contar con el freno de los tribunales, antes de que Sánchez los convirtiera en carillones y pusiera mejor, en su lugar, la magistratura de su conciencia.

Sánchez no es que esté dispuesto a darles a los presos del procés la libertad de los pajarillos o la belleza del sol en los membrillos, por si así se replantean la vida, por si así llega la concordia al orate de Waterloo o a los ojos de Marujita Díaz de Pilar Rahola. No, Sánchez está dispuesto a darles bastante más, está dispuesto a darles la razón. Y si ellos tienen razón, todo está perdido, España, Europa y el último siglo. No parece que le haya costado mucho, sin embargo, tomar la decisión. La verdad es que no ha sido una dura y solitaria decisión moral, con Sánchez como un Salomón de piedra, sino una sencilla decisión de supervivencia política, con Sánchez en quimono por la Moncloa. El Supremo ha dejado más papeles de cera con sus manos de cera, y eso para Sánchez y para el independentismo significan lo mismo: nada. Lo mismo, aunque por diferentes razones. Unos por una locura y otro por un colchón.

Lo más relevante del informe del Tribunal Supremo es que para Sánchez significa lo mismo que para los indepes: nada. Sí, el Supremo ha hablado como desenrollando su lenta lengua de moqueta, pero ni Sánchez ni el independentismo le conceden a eso más importancia ni autoridad que el desfile de un cabezudo o el campanazo de una colegiata. Una vez que el Supremo ha descartado razonadamente cualquier justificación para el indulto, lo que queda ya es sólo la intención de imponerse o enmendar al tribunal, ese inaceptable "recurso de alzada", como dice el documento, que se presenta ante Sánchez como ante un soberano con mastín o ante un Salomón en albornocito. Lo llame "venganza" o sólo "castigo", Sánchez está diciendo lo mismo que los indepes: que el Tribunal Supremo es como un gran cascanueces represor, una máquina franquista de dar mazazos. Y él va a colocarlo en su lugar, o sea la basura, como un feo y viejo reloj de cuco.

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