Ahí entraba todo el mundo. Desde los de 16, que en verano no tenían hora de vuelta, hasta los de 40, que con una camiseta sin mangas o una camisa apretada y algún que otro tatuaje nunca se vieron fuera de lugar. Había que tener algo de aguante porque no iba nadie hasta las 3 y una vez dentro era imposible salir hasta que no te daba el sol en la cara.

La Iris fue durante años un lugar de culto. Allí iban todos los que vivían en Betanzos o en las aldeas a 30 kilómetros a la redonda. Sus sofás, que se debieron comprar azul claro, eran verde oscuro de todo lo que se había caído sobre ellos durante las últimas tres décadas. El ‘puerta’, un tipo que mis tías recordaban en el mismo lugar desde los 80, era enorme, inmenso, y nunca le vi prohibir a nadie el paso aunque sí que echó a más de uno enganchándole por el cuello.

En cuanto vieron que siempre nos íbamos las últimas dejamos de ser las de Madrid y pasamos a ser las de Oza

A nosotras, a mis primas y a mí, que pasábamos los veranos en Oza dos Ríos, al lado de Betanzos, nos llevaron Chicho y Roberto, dos chicos que habíamos conocido en la plaza del pueblo. Nos costó un par de noches, porque La Iris en agosto abría casi todos los días, hacernos con los de allí, pero en cuanto vieron que siempre nos íbamos las últimas dejamos de ser las de Madrid y pasamos a ser las de Oza.

Fue más difícil hacer amigas que amigos. En la primera semana ya éramos íntimas de Ozú, de José, de Cafú, de Balboa, que su madre era la camarera y siempre nos llenaba la copa hasta arriba, o del Uralito. Pero no fue hasta el año siguiente cuando aparecieron Mirna o Maca.

De allí me sacó mi primo mayor porque una noche se me fue de las manos y dejó de hacerlo cuando él también empezó a ser el de Oza. Berto acabó batiendo el récord de beber chupitos.

Allí cantamos Giulia de Gabry Ponte, en su versión remix, hasta que nos dolía el pecho. Aprendimos que para bailar a Mago de Oz y su fiesta pagana había que levantar muy alto los brazos. Que podías no compartir nada con el BNG pero tener un amor de verano que sólo se olvida del asunto en La Iris. Que los hits latinos, según alegaba mi prima Nora, se escuchaban antes allí porque tenían pegado el Atlántico.

También vimos cómo algunos se dejaron llevar tanto que no volvieron a ir. Porque no sé si la música, pero la coca sí que entraba rápido por la ría.

La Iris lo concentraba todo, quizás porque no había otro lugar al que ir, quizás porque era el lugar adonde ir

La Iris lo concentraba todo, quizás porque no había otro lugar al que ir, quizás porque era el lugar adonde ir. Estaban los que se dejaban los cuernos estudiando, los que al salir iban directos al after que había a las afueras del pueblo. Había padres e hijos que compartían pista de baile. Novios, exnovios (esto no es Madrid), posibles. Un montón de amigas, y alguna enemiga, en los baños.

Allí mi prima llevó a todo el mundo después de su boda. Con Roberto. Otra de ellas se enamoró unas 4 o 5 veces en aquellos sofás. Y yo decidí dejarlo todo en Madrid e irme a vivir a Betanzos por uno de los de camiseta sin mangas y tatuajes hasta que una chica aseguró llevar 10 años viviendo con él.

Y allí cerramos un ciclo. Dejé de ir cuando me quedé embarazada de mi primer hijo. Luego cerró, luego llegó la pandemia y ahora vuelve La Iris. Es uno de los amigos de esa primera semana quien la abre. Es Cafú el que devuelve al pueblo un trocito de su alma, porque todo puede ir muy bien pero si no tienes donde celebrarlo empieza a ir regular.

Ya le he escrito. Que allá vamos. Que llevamos años sin Guila en la garganta y sin Mago de Oz en el puño. Y que este verano seré una más de los de que no se ven fuera de lugar.