Siria, Irak, Afganistán, Pakistán, India, Bangladés, Tailandia, Filipinas, Yemen, Libia, Egipto, Mali, Burkina Faso, Níger, Nigeria, Chad, Camerún, República Democrática del Congo, Somalia, Kenia y Mozambique. Si algo tienen en común todos estos países es la existencia de organizaciones terroristas de carácter yihadista asentadas en parte del territorio y que cuentan con una capacidad lo suficientemente elevada como para cometer atentados de forma frecuente sobre estos escenarios.

Esta evidencia posiblemente sea un buen indicador a partir del cual podemos afirmar de forma empírica que el terrorismo yihadista se encuentra más extendido en estos momentos que hace veinte años cuando se produjo el 11-S, pero no es la única muestra. En 2018, el Center for Strategies & International Studies publicó un informe en el que se concluía que aquel año había cuatro veces más militantes islamistas suníes que en 2001. Asimismo, en el último Anuario del terrorismo yihadista publicado por el Observatorio Internacional de Estudios sobre Terrorismo se constató que solo en 2020 se llevaron a cabo al menos 2.350 atentados terroristas en los que fueron asesinadas 9.748 personas.

Si algo sabemos con certeza es que dos décadas después del inicio de la denominada Guerra Global Contra el Terrorismo, liderada por Estados Unidos tras los atentados en Nueva York y Washington, la estrategia de Occidente no ha sido efectiva. A pesar de grandes logros en la lucha antiterrorista como fueron el desmantelamiento del régimen talibán, el debilitamiento de Al Qaeda o las operaciones en las que fueron abatidos grandes líderes como Osama Bin Laden y Abu Bakr al Bagdadi, lo cierto es que la aparición de numerosos nuevos focos de actividad yihadista alrededor del mundo, así como el surgimiento del Estado Islámico, son solo dos ejemplos de cómo se ha fracasado en esta lucha internacional contra el terror.

La nota más pesimista es que precisamente esto es consecuencia en cierto modo de los errores cometidos por la comunidad internacional durante los últimos veinte años, incapaz de encontrar mecanismos más allá de la vía militar para respaldar a los frágiles gobiernos locales (allí donde no han sido previamente debilitados precisamente por la intervención occidental) y ayudar a establecer unas bases políticas y económico-sociales que permitan crecer y desarrollarse a estos países. No obstante, tampoco se debe achacar toda la responsabilidad a los fallos de la comunidad internacional. En lo que llevamos de siglo XXI hemos visto cómo el terrorismo yihadista ha permanecido en continua transformación para sobrevivir y expandirse, adaptándose a los nuevos contextos.

Veinte años después del 11-S, el yihadismo no solo no ha sido derrotado, sino que se encuentra expandiendo su influencia por buena parte del mundo cada día que pasa

Si algo hemos aprendido en todos estos años de organizaciones terroristas como Al Qaeda o el Estado Islámico es su elevada capacidad para evolucionar y adoptar las estrategias necesarias en los momentos de mayor debilidad y dificultad para salir adelante. También conocemos su potencial a la hora de sacar el máximo partido a escenarios de inestabilidad y fragilidad estatal, como ocurrió tras la ocupación estadounidense de Irak en 2003 o tras las revueltas del mundo árabe. Y es importante reconocer estos logros porque solo así se entiende la adaptabilidad y el éxito de las dos grandes franquicias del terrorismo internacional, quienes más allá de ceñirse a ejercer el dominio sobre un territorio delimitado trataron de buscar alianzas con otras agrupaciones locales repartidas por toda la geografía mundial, lo que se traduce a que a día de hoy la actividad yihadista se encuentre en un contexto de descentralización nunca antes visto.

Que en Europa Occidental llevemos varios años sin que se hayan producido ataques de gran letalidad como fueron los atentados de Madrid o París no implica necesariamente que la amenaza sea menor que entonces, si bien es cierto que la probabilidad de que acciones terroristas de esta envergadura se vuelvan a producir a corto plazo debería ser más reducida que en el contexto de los años 2001-2005 y 2015-2017.

Tanto las estructuras centrales de Al Qaeda como del Estado Islámico llevan tiempo instando a sus franquicias regionales y grupos afiliados a que focalicen su atención en los conflictos locales, donde están consiguiendo sacar mayor rédito con el objetivo de seguir creciendo en estas áreas de influencia a menor escala. En este sentido, el reciente éxito cosechado por los talibán en Afganistán se puede convertir sin duda alguna en un modelo a seguir. Asimismo, ambas organizaciones están tratando desde su núcleo central de reorganizarse y reestructurarse, mostrando un perfil de actividad más bajo que antaño para tratar que la presión de la lucha antiterrorista sea menor, y son conscientes de que un atentado en Occidente que produzca un elevado número de pérdida de vidas humanas obligaría a una respuesta antiterrorista contundente que podría ser contraproducente para sus intereses.

Es preciso que a la hora de analizar el fenómeno del terrorismo yihadista lo hagamos desde una perspectiva lo suficientemente amplia como para conocer cuál es la realidad a nivel global, y no solo centrando la atención en la amenaza que representa para Occidente. Solo así comprenderemos cuáles son las dinámicas actuales que existen y el riesgo real que existe para la seguridad internacional. Veinte años después del 11-S, el yihadismo no solo no ha sido derrotado, sino que se encuentra expandiendo su influencia por buena parte del mundo cada día que pasa.


Carlos Igualada. Director del Observatorio Internacional de Estudios sobre Terrorismo