La Fiesta del PCE era, entonces, algo así como una fantasía con Ana Belén más un bocata de chorizo, un chorizo ácido, pobre, pálido, pintado de chorizo como estaba pintada de rojo la bandera de El acorazado Potemkin. O sea que toda la fantasía comunista era en realidad Ana Belén, la Marianita Pineda del comunismo que decía Umbral, porque todo lo demás en aquella fiesta era merienda obrera y rojo despintado de otro rojo, revoluciones lejanas como evangelios de las que nos llegaban curas yeyés y engrasadores de submarinos que no teníamos. Lo que teníamos, ya digo, era el bocata de chorizo, a Ana Belén con su beso de payasete siempre en la boca, y a un millón de personas, o eso se decía, en la Casa de Campo. A lo mejor entonces no se sabía qué era la democracia, ni el comunismo, ni nada, era todo igual de yeyé, igual de festivo e igual de ambiguo. Cayó la URSS y hasta Ana Belén se hizo de la ceja, pero todavía andan Yolanda Díaz y Pablo Iglesias vendiéndonos totalitarismo como si fuera rocanrol.

Siempre se decía lo del millón de personas en la Casa de Campo, como se dice de El Rocío, y seguramente ese millón eran todos los comunistas de España, los mismos para todo. Este año ha habido unos 10.000 en Rivas Vaciamadrid, en una fiesta que ya no es guateque ni destape ni alegría de entierro de Franco, sino una homilía pobre con un público escaso que parece del bombero torero, tradicional, fiel, perenne, como la garrapiñada. Todavía se venden en estos saraos estampas de Stalin como si fuera un cromo de Arteche, o libritos de Mao, o camisetas de lanzadora de martillo de la RDA que se pone Garzón, o el mojito que les sirve de cóctel molotov cultural, y cosas así, porque aquello es como un Lourdes del comunismo, ni teología ni política, sólo santería, fetichismo y desahucio. Desde aquí, en fin, pretenden lanzar a Yolanda Díaz, ya con Pablo Iglesias haciendo como de padre Apeles de lo suyo.

En un ambiente de cola de curandero o de veteranos de la litrona, de la tuna o del sindicato, vimos papeles cambiados e ironías poéticas. Fue Yolanda Díaz la que rapeó esta vez y a Pablo Iglesias le hicieron un intento de escrachito que reventaron los seguratas, muy aplaudidos por el exvicepresidente. No es una anécdota esto de Iglesias, sino una lección de dogma y de uso del gulag: es lo que merecen los “provocadores”, los “enemigos del pueblo” que decían los clásicos, o de la “militancia popular y comunista” que dijo Iglesias, algo que no significa otra cosa que la secta que mande en ese momento y, en cualquier caso, él mismo. De camarada a hereje sólo hay un puñito mal levantado, no levantado o levantado cuando no toca.

Ante un graderío que parecía el anfiteatro de La vida de Brian, los comunistas siguen haciendo lo propio, o sea la revolución o la purga entre ellos y los repartos de papeles y cuchillos teóricos mientras las camisetas les hacen de avanzadilla. Quizá es que a Pedro Sánchez hay que buscarle un antagonista por la izquierda, porque Iglesias ya está en Crónicas marcianas y a Ione Belarra la gente la confunde con una saltadora de longitud, pero la verdad es que uno no ve a Yolanda Díaz como estrella de nada, ni siquiera como nueva Ana Belén de las fantasías comunistas. Ya tuvieron mesías, ya tuvieron partido nuevo, ya llegaron al Gobierno, y ahí siguen, haciendo su revolución que bascula entre una partida de chapas y la ruleta rusa.

La Fiesta del PCE ya no se la cree nadie ni ilusiona a nadie, es triste como el rock andaluz y siniestra como un mercadillo en un cementerio

La Fiesta del PCE ha perdido intelectualidad y alegría a medida que nos dábamos cuenta de que el comunismo no era intelectualidad ni alegría. Yo creo que entonces, cuando el millón, cuando Ana Belén con su boca de margarita de payaso, cuando Alberti con su barquita, la Pasionaria con su luto y Carrillo con su pinta de señor en los toros, la gente no sabía qué era el comunismo. Los hijos de la guerra la habían olvidado o la habían romantizado, los universitarios llevaban algún francés bajo el brazo como el que cree llevar la elegancia londinense en un paraguas, los obreros tenían una rebelión pendiente contra el jefe, y toda la izquierda parecía simplemente la fiesta o la boda que había al otro lado del entierro de Franco como un entierro del Greco. Pero el comunismo no era Ana Belén con camisa de cuadros, ni volverse a afrancesar contra los curas, ni rebelarse contra el patrón en el telar. El comunismo implica crimen como la guerra santa implica crimen. Ya deberíamos saberlo, pero parece que no.

Cuando la socialdemocracia sí impulsaba el progreso, la Revolución Rusa inauguró la era de los totalitarismos asesinos, lo llame como lo llame Hosbawn, al que citó Iglesias como un barbero cita el Quijote. A partir de ahí, el comunismo sólo ha traído muerte, esclavitud y miseria. Que en la dictadura luchara contra Franco, o al menos lo soñara en sus catacumbas, no significa que luchara por la democracia, una democracia que aquí no se sabía qué era (tardó en saberse incluso en el resto de Europa). Lo mejor que hizo aquí el comunismo fue precisamente olvidarse de su comunismo, apoyar la Constitución y ya luego irse a morir con mucha historia y vástagos, como una elefanta, en el eurocomunismo o en los tenderetes.

La Fiesta del PCE ya no se la cree nadie ni ilusiona a nadie, es triste como el rock andaluz y siniestra como un mercadillo en un cementerio. Ya sólo queda morralla intelectual, beatos del Che como de un Cristo andaluz, guerrilleros diletantes sin cojones para la guerra o ingenuos yeyés que no saben que ya no hay yeyés. Ya, si eso, les dejo que piensen a qué tipo pertenece Yolanda Díaz, que habla de “arrinconar el odio” mientras su compañero y secretario de Estado, Enrique Santiago, se enorgullece de ser “hijos de la Revolución Rusa, de la Revolución China y defensores de Fidel”, e Iglesias presume de arrastrar a Sánchez hacia los nacionalismos racistas y hacia Bildu.

Siempre eran un millón, allí en la Casa de Campo, con Ana Belén o con Alberti o con Barón Rojo o con un sol de chorizo pintado o con una lluvia de hojalata obrera. Ya sólo van 10.000, pero dicen que allí se lanzó la nueva líder, que canta y ríe como Ana Belén con zapatones.

La Fiesta del PCE era, entonces, algo así como una fantasía con Ana Belén más un bocata de chorizo, un chorizo ácido, pobre, pálido, pintado de chorizo como estaba pintada de rojo la bandera de El acorazado Potemkin. O sea que toda la fantasía comunista era en realidad Ana Belén, la Marianita Pineda del comunismo que decía Umbral, porque todo lo demás en aquella fiesta era merienda obrera y rojo despintado de otro rojo, revoluciones lejanas como evangelios de las que nos llegaban curas yeyés y engrasadores de submarinos que no teníamos. Lo que teníamos, ya digo, era el bocata de chorizo, a Ana Belén con su beso de payasete siempre en la boca, y a un millón de personas, o eso se decía, en la Casa de Campo. A lo mejor entonces no se sabía qué era la democracia, ni el comunismo, ni nada, era todo igual de yeyé, igual de festivo e igual de ambiguo. Cayó la URSS y hasta Ana Belén se hizo de la ceja, pero todavía andan Yolanda Díaz y Pablo Iglesias vendiéndonos totalitarismo como si fuera rocanrol.

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