Alberto Rodríguez, que quiso ser a la vez diputado y quinqui, ha dicho que todo le ha pasado por no tener apellido compuesto. Se creen que aquí manda el conde de Romanones, o el de Almaviva, o la Pimpinela Escarlata; viven en una fantasía de aristocracias y mozos de cuadra en la que se azota a los plebeyos por entrar en los salones con las botas sucias y el pelo de forraje. Tampoco tenían apellido compuesto Urdangarin, Rato, el hijo de Pujol, Griñán o Chaves, pero sí bastante más peso y poder que un diputado de gallinero, y aun así acabaron sujetando la pastilla de jabón del trullo como un pez globo, o esperando hacerlo, o inhabilitados para todo excepto para lentos migotes en su casa. Lo que creen los de Podemos es que la política, como la cuna, les ha regalado la impunidad. O sea, que los aristócratas son ellos. Lo de Rodríguez no eran rastas, sino peluca dieciochesca de algodón de azúcar. Y la ministra Belarra es una señora de enfurruscamiento y rigodón que protesta a abanicazos.
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